Era lo que les faltaba para resolver el “problema” de su hijo, quien debia entrenar para laa Sordolimpiadas. Afuera, en el jardín de la casa, ya estaba casi lista la “pileta” que con plásticos, troncos de álamo podado días antes, chapas viejas, un pedazo de la campana de una parrilla, un viejo tanque de agua, dos tambores de metal y 400 litros de agua le habían construido él, con el cuerpo, y Marta, con las ideas, en sólo tres días a Sebastián Román Galleguillo, el cuarto hijo de ella, el segundo de él, el único juntos, un joven de 18 años a quien nadar le cambió la vida y no hacerlo, por la pandemia, se la estaba complicando.

Sebastián nació a los ocho meses de gestación. Vivió los siguientes 20 días fuera del vientre de Marta conectado a un respirador. Pesaba un kilo. Al tiempo los padres y los médicos notaron que algo no andaba del todo bien. El niño tenía dificultades en el proceso madurativo, problemas para comunicarse, una especie autismo con convulsiones interiores que lo dejaban quieto mirando un punto fijo. E hipoacusia, lo que lo volvió un niño que aprendió a hacerse amigo de los árboles, seres silenciosos como era él.

Edmundo, hincha de Boca y futbolero, junto al resto de los hijos de la familia, eligieron Sebastián por Battaglia y Román por Riquelme. Pero Sebastián no le prestó atención jamás a la pelota. Criado en una casa humilde ubicada en el medio del campo, en el barrio La capilla de Florencio Varela, justo donde termina la urbanidad del AMBA y empieza tímidamente la pampa húmeda, el chico vivía trepado a los árboles, cobijado o a salvo de sentirse distinto a los demás.

Pero la vida le cambió cuando a los 11 años una médica le dijo a Marta que lo mande a natación.

Sebastián se tiró al agua, entonces, con miedo de morir. El instinto lo mantuvo a flote y eso le gustó. “Cuando entré a la pileta y no me ahogué, me di cuenta que eso me encantaba”, dice él con una sonrisa, metido en el traje de neopreno que le regaló un amigo, usado y con agujeros que él bromea y dice que son mordidas de tiburones.

“Me sentí cómodo en el agua. Era otro lugar, donde yo no dependía de la audición. Sino de lo que mi cuerpo pudiera llegar a aguantar y resistir”, explica, muy entusiasmado. “En el agua soy otra persona, soy una persona completa”.

Todo cambió 12 años más tarde cuando se tiró a la pileta. Y los siguientes seis años fueron un florecer constante. Sebastián mejoró su vida metido en el agua, en lo personal y de paso, también en lo deportivo: desde la pileta del Polideportivo Municipal La Patriada de Florencio Varela se volvió un joven competitivo, talentoso, al nivel que su desempeño lo puso como candidato para quedarse con una medalla en las Sordolimpíadas de Brasil 2021, en su estilo favorito, pecho. Galleguillo estaba dejando todo por comerle una milésima a cada pasada.

Pero llegó el COVID-19. Transcurrieron más de 70 días sin agua, sin club, sin nada de la vida normal. Y Marta notó que Sebastián, que igual mantenía su entrenamiento “seco”, sobre la tierra, empezó a marchitarse por la falta de agua. “Por la pandemia no podía ir al club y andaba triste, desconectado, callado”, contó.

Sebastián estaba íntimamente inquieto. Llegó a proponerle a su madre ir a nadar a un pozo con agua estancada que hay a unas cuadras de su casa. “Lo decía en serio, le faltaba nadar”, ríe Edmundo. “Yo de natación no entiendo nada, a mí me gusta el fútbol, pero él me explica que necesitaba agarrar el agua, envolverla”, explica el papá tomado por el asombro.

Y al día 75 de cuarentena, mientras tomaban mate y llevaba días viendo a Sebastián desenchufado como hacía tiempo no lo veían, Marta anunció a la familia: “Le hacemos una pileta acá en casa, con lo que haya”.

Fuente: Infobae