Dicen que el suelo se les dio vuelta hace 30 años, que el "ojo de mar" les tragó muchos animales y que la gente se fue por miedo a los temblores. Pero los Naveda resisten y no están dispuestos a dejar el lugar, lo más cercano al paraíso, desierto adentro, en medio del cerro Pie de Palo. Esta es la única familia que vive en Ampacama, un paraje que está en Caucete, a 40 kilómetros de Bermejo.
Fue en esta zona donde se registró el epicentro del terremoto del ’77, que dejó a Caucete y otros departamentos cercanos bajo los escombros. Martín Naveda recuerda muy bien esa mañana. "Teníamos plantaciones de trigo y todo quedó enterrado. Es como si hubiesen dado vuelta la tierra y lo que estaba arriba quedó abajo. Nunca vi nada igual. Desde entonces cambió todo el lugar. La bajada del agua y hasta la forma de las montañas", dice. El terremoto espantó a muchos lugareños, que abandonaron el pueblo con lo puesto. En las buenas épocas, llegaron a habitar Ampacama unas 30 familias, distribuidas por todo el cerro.
Según cuenta Martín, había grandes plantaciones de trigo que llevaban hasta Mogna y los molinos de Jáchal. Por su ubicación estratégica, Ampacama se comunicaba con varios pueblos sanjuaninos en los que a principios del siglo XX había una importante actividad económica. Desde allí se podía llegar a Valle Fértil, a Angaco, a Jáchal por Mogna, a 25 de Mayo y a Caucete. Hoy las huellas desaparecieron por completo y sólo se puede recorrer el lugar en compañía de un baqueano y a lomo de mula.
Que fue un lugar próspero, salta a la vista. Abunda el agua que surge de decenas de vertientes, cosa que lo hace diferente a otros parajes cauceteros como Laguna Seca, La Majadita o Bermejo. Aún cuando no los separa mucha distancia. Los Naveda viven de la cría de animales y dicen que la gente va hasta allá a comprar el guano porque es de muy buena calidad. En el lugar abundan los árboles de granada y hasta hay una huerta.
La única casa que todavía está habitada, está ubicada en un lugar estratégico, en medio de los cerros, al lado de las vertientes. Lo que hace que por las noches la temperatura sea bastante agradable, aún en el invierno. Es por eso que se acostumbra en la zona a poner las camas en las galerías, casi a la intemperie. Lo único que está más cubierto es la cocina, una especie de pirca de dos metros de alto, en la que prenden las fogatas que se mantienen encendidas durante casi todo el día. En la casa de los Naveda, nunca falta la pava con agua hirviendo, el mate bien dulce y el pan casero tostado a las brasas.
Esta casa es lo primero que se divisa cuando se está llegando a Ampacama. Las otras casitas, todas abandonadas, están más adentro del cerro. Gabriela, la esposa de Martín, teje al telar y se dedica a cuidar la huerta y los animales. Marcelo y David, sus hijos, son los que llevan a las cabras y chivos a pastorear al cerro. Sus dos hermanos mayores dejaron el lugar hace varios años, para irse a vivir a la ciudad. "Yo no me quiero ir. Acá tengo todo y estoy contento. Además me gusta el cerro", dice Marcelo, que tiene 13 años y no sabe leer ni escribir, al igual que el resto de la familia.
En Ampacama, tanto sus habitantes como las visitas pueden perder la noción del tiempo. Y lo único que importa es el silbido del viento mientras mece la copa de los árboles, o el impactante atardecer que pinta de rosado todo el Pie de Palo. Excepto Marcelo, el resto de los integrantes de la familia no recuerdan cuántos años tienen.

