Soy Domingo Faustino Sarmiento, y nací un 15 de febrero de hace ya 205 años en San Juan de la Frontera. Llevo mi nombre bien alto, con mucha honra y orgullo, a pesar de que mis detractores intentan minimizar mi obra literaria y de gobierno.

Incluso, los seudo revisionistas intentan borrarme de la historia argentina, creando una imagen apócrifa de mi pensamiento, descontextualizada del momento histórico en el que me tocó vivir, donde los malones azotaban a las poblaciones, asesinando a sus habitantes, robando mujeres y dejando tierra arrasada. Pero no van a tener suerte; no tienen conciencia de con quién se están metiendo.

Mi padre, el arriero José Clemente, me inculcó dos amores, uno por la tierra y otro por la educación que, según me repetía, era el único camino que permite progresar. Desde muy joven me obsesionó la educación, no sólo pensando en mi futuro, lo que hubiera sido muy egoísta de mi parte, sino en la gente común que no podía acceder a ella, y por consecuencia, tampoco podía aspirar a un trabajo digno.

He sido un hombre difícil, contradictorio y de mal carácter, lo que creo tiene que ver con la gran cantidad de enfrentamientos violentos que sufría nuestro país, caracterizado por fuertes antinomias y egoísmos. Así me fui transformando en un manojo crepitante de ideas, una emanación volcánica, un hervidero de pasiones y hacer sin pausa, a contrapelo de todo y de todos, en agitada tensión, con los puños prietos, con los puños llenos de verdades.

Dos pasiones
Mis dos pasiones fueron la docencia y el periodismo; no puedo olvidar mi alegría aquel día en que salió a las calles de mi ciudad natal el periódico El Zonda, del cual fui su fundador. Aprendí varios idiomas, y particularmente dominaba muy bien el inglés, única manera de acceder a fuentes directas sobre los métodos educativos utilizados en el mundo; mis adversarios me llamaban con envidia “el políglota”.

Respeté a rajatabla la libertad de prensa y de expresión, incluso cuando descalificaban mi obra de gobierno metiéndose entre mis sábanas. Se ensañaron desde el mismo momento en que asumí como presidente; las críticas llegaron a extremos inconcebibles, y las imputaciones excedían la calumnia y la infamia.

Mis amigos decían que fui el primer escritor argentino digno de ese nombre, y recordaban algunos de mis títulos más conocidos, Facundo, Recuerdos de Provincia, Viajes y Argirópolis. A decir verdad, nunca me costó escribir; las palabras emanaban de mi mente como agua cristalina.

Marcó mi vida el resentimiento frente a la figura de Juan Manuel de Rosas. Las razones son muchas; él destruyó los colegios y quitó las rentas a las escuelas, encadenó la prensa, no permitiendo que sobrevivan otros diarios que aquellos destinados a vomitar sangre y amenazas de su parte, persiguió a muerte a todos los hombres ilustrados, no admitiendo para gobernar sino su capricho, su locura y su sed de sangre, destruyó las garantías que en los pueblos cristianos aseguran la vida y la propiedad de los ciudadanos, hizo del crimen, del asesinato, de la castración y del degüello un sistema de gobierno. ¿Qué más para detestarlo?

Amores
En mi primer exilio en Chile, dediqué artículos punzantes contra el autoritarismo encarnado en las figuras de Facundo Quiroga y Rosas, representantes conspicuos de la barbarie, aunque el segundo haya guardado mejores modales y se afeitara más seguido.

Allí tuve una hija, Ana Faustina; su madre era una bella mujer llamada María Jesús del Canto. Yo tenía tan sólo 20 años y era su maestro; ella siempre repetía que había quedado enamorada y embelesada por mi inteligencia. No nos casamos, pero como hombre de bien, asumí la responsabilidad y reconocí a la niña. Luego decidí enviarla a San Juan para que viviera junto a mi madre y mis hermanas.

En mi segundo exilio, me casé con Benita Martínez Pastoriza, mujer de la alta sociedad chilena, viuda de Domingo Castro y Calvo, y adopté como propio al único hijo del matrimonio, Dominguito. Se dice que era mi hijo legítimo, resultado de la relación que mantenía con Benita antes de que muriera su esposo. En esa época no existían métodos para certificarlo, pero su parecido conmigo era innegable.

Benita era excesivamente celosa, lo que nos distanciaba cada día más. Es justo reconocer que tenía su fundamento en mi azarosa vida amorosa; para qué voy a mentirles, siempre tuve debilidad por las mujeres.

Mientras duró el matrimonio le enviaba cartas a mi nueva amada, Aurelia Vélez Sársfield, a quien había conocido de niña y la volví a ver después de la derrota de Rosas en Caseros. Ella también era casada, pero después de ocho meses del enlace, su esposo Pedro Ortiz se apersonó en el domicilio de su suegro para efectivizar la “devolución”, la cual quedó envuelta en un manto de misterio. Desde esa noche Aurelia se quedó a vivir en la casa de su padre, suprimiendo su apellido de casada. Nunca más se volvió a hablar del exmarido. Por respeto a la intimidad de Aurelia y el honor de su familia, no quise indagar las razones

Quiso la mala fortuna que una carta destinada a Aurelia cayera en manos de Dominguito, que disgustado conmigo se la mostró a su madre. Al leerla, Benita irrumpió en un ataque de ira, exigiendo una reparación inmediata. No había nada por hacer, no era posible volver atrás, era mi letra.

Acordamos la separación, y según versiones de allegados, Benita accedió gustosa porque me engañaba con otro hombre del cual estaba embarazada.

Como si la separación de sus padres fuera poco castigo para Dominguito, el pobre moriría desangrado en Curupaytí durante la guerra contra el Paraguay. Para mí fue un golpe demoledor, del cual nunca pude reponerme

Ante las críticas por mis deslices amorosos, nunca me amilané y les respondía con ironía: ¿qué pasa con mis obras literarias, por qué no fijarse en mis obras de gobierno: el Banco Nacional, la Escuela Naval y la Academia de Ciencias de Córdoba? Contra los carroñeros y los idiotas no se puede ser complaciente. La historia no lo será, ella los juzgará, porque mis desdenes amorosos son como arena entre manos. Lo que perdura es Facundo, Recuerdos de Provincia, mis críticas a Rosas.

Legado
Cuando era ministro plenipotenciario en Estados Unidos, me sorprendió mi designación como presidente, honor que recayó en mi persona por diferentes motivos, entre ellos el prestigio personal que había conseguido con esfuerzo y tesón.

Mi gestión estuvo caracterizada por un sinnúmero de creaciones trascenden­tes, como el Boletín Oficial, el Registro Nacional de Agricultura, el Asilo de Inmigrantes, la Oficina Meteorológica Nacional o la Oficina de Estadística. En cuanto a los ferrocarriles, serían las estrellas de la integración del país, y por ello me ocupé en que siga creciendo el tendido de líneas por todo el territorio.

Para mí, el valor agregado era indispensable para alcanzar el desa­rrollo, y veía que no había esfuerzos en ese sentido, lo que me enojaba mucho. Obviamente no caían bien mis palabras y para descalificarme me empezaron a llamar “el loco”. No se daban cuenta de que para mí esa calificación era un elogio.

La educación fue para mí una obsesión, y para que ello fuera posible no puedo dejar de reconocer la extraordinaria colaboración de mi ministro de Instrucción Pública, Nicolás Avella­neda. Ambos decidimos establecer un sistema de subvenciones y premios para aquellas provincias que estimularan la instrucción primaria. Se fundaron 800 escuelas, y el número de alumnos pasó de 30 mil a 100 mil.

En cuanto a enseñanza superior y especial, generamos diferentes cursos, como el de Ingeniería y de Minas en San Juan y Catamarca. Fundamos la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas y la Academia de Ciencias Naturales en Córdoba y la carrera de Agronomía en Buenos Aires. Además, creamos en 1870 el Colegio Militar de la Nación, cuya sede se ubicó en la ­antigua residencia de Rosas en ­Palermo.

Dos hechos penosos enlutaron mi gestión. El primero sucedió el 11 de abril de 1870, cuando un grupo de hombres armados conducidos por el cordobés Simón Luengo asesinó a Urquiza en su palacio San José. Recogí enseguida el guante, y con el objetivo de aislar a los responsables del magnicidio proclamé que la libertad no tiene por instrumento el puñal, y todo entrerriano que sea honrado, que no sea asesino, se debe apartar de los que han cometido el crimen.

Las investigaciones terminaron responsabilizando del hecho al gobernador López Jordán, y por ende decretamos la intervención federal en la provincia de Entre Ríos.

El segundo hecho desgraciado que enfrentó mi gobierno fue la epidemia de fiebre amarilla en 1871, la cual tuvo su origen en la aglomeración de soldados y prisioneros en la guerra contra Paraguay, y que cobró la vida de más de 16 mil personas. Debimos habilitar nuevos cementerios, ya que los existentes estaban abarrotados de cadáveres que esperaban cristiana sepultura.

Nunca fui ajeno al pensamiento del autor intelectual de nuestra Carta Magna, el tucumano Juan Bautista Alberdi. Reconocí la brillantez de sus ideas, pero a pesar de ello, él no se portó bien conmigo y me acusó públicamente de ser el “verdadero gaucho malo” de las pampas; ahí no me tembló el pulso ni la garganta para calificarlo como se merecía.

Avanzado en años, decidí partir al Paraguay en busca de un clima más cálido para paliar mis crónicos problemas pulmonares; un jardín con naranjos, palmeras y muchos pájaros rodeaban la casita de madera en la que pasé mis últimos días. Seguí escribiendo artículos periodísticos para solventar mis gastos, pues estaba tan pobre como cuando era un niño. Allí le escribí a Aurelia: “Venga al Paraguay y juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida. Venga, que no sabe la bella durmiente lo que se pierde de su príncipe encantado”.

Mi querida partió a buscarme, pero no llegó a verme con vida, pues el 11 de septiembre de 1888, este sanjuanino cabeza dura y de mal genio vio el último amanecer. Unos meses antes, mi amigo José Muñiz me había regalado una parcela en el cementerio de La Recoleta, lo que acepté de buen grado. No era para menos, estaba cerca de la tumba de Dominguito.

Fuente: La Voz del Interior