Hace algunos años, cuando mi amigo Juan Villavicencio vivía, me invitó a su oficina y me pidió que le prestara atención. Entonces leyó un escrito suyo, dirigido a su hija mayor, que esa noche festejaba sus 15 años. Su redacción era llana, simple, como quien toma de la mano un niño y le va hablando de la vida, de los sentimientos, de la fuerza del amor, de las maravillas de la naturaleza, las hermosuras del cielo al amanecer. Para mí fue un descubrimiento, esas cualidades literarias de mi amigo. Cómo un hombre simple, sin el ejercicio continuo de la prosa, podía llegar tan alto con su espíritu y sintonizar una emisora que desbordara en sentimientos y pudiera expresar, en palabras, lo que un padre puede decirle a un hijo. Sorpresas que da la vida. Y eso vuelvo a experimentar cada vez que un hombre común, un laburante, padre de familia como cualquiera, me trae un escrito dirigido a un amigo que se le fue, o a su barrio de nacimiento o, como en este caso, a uno de sus hijos. El cual estuvo sometido a prueba por la vida. Este hijo, lejos de mostrarse alicaído, divertía a sus amigos, y su drama, lo elaboró con una filosofía casera, muy llana, que lo hizo grande, como para darle un abrazo y transmitirle una íntima admiración por su coraje. Esto le dice su papá, en la carta que me hizo llegar. "Estas son las vivencias y el recuerdo de dos enamorados, que en una divina noche de verano decidieron jurarse amor eterno. Por el resto de sus vidas y ante Dios. Era la noche soñada, había entusiasmo por doquier, derroche de alegría, risas y los mejores deseos de todos los presentes. Transcurría la fiesta con todo su esplendor, cuando de pronto, al mejor estilo de un gran tenor, el novio, buscando entre los presentes a su prometida y mirándola como un Romeo ciego de amor, le cantó. Esta lo miraba dulcemente, escuchando esa canción que partía de su enamorado, quién, como si fuera un bálsamo divino, le prometía una y mil veces amor eterno. Hasta fundirse en un abrazo interminable, que contagió a todos sus familiares y amigos hasta las lágrimas. Hermosa boda, inolvidable, noche de felicidad impagable. La vida transcurrió para los enamorados. Pasaron los años gozando del amor soñado, bebiéndose de a tragos la felicidad, y con cada sorbo sentían que estaban tocando el cielo con las manos. Dios les trajo el mayor regalo que la vida puede dar, su primer hijo, para colmarlos de dicha y alegría. Dos años más de felicidad pasaron, transitando por la ruta del amor y llegó otro regalo, un segundo hijo. Pero el destino, de repente prendió la luz amarilla de su semáforo, que tornaría en drama tanta felicidad. El señor Dios los ponía en la prueba de superar ese obstáculo. Pero con la misma fuerza, con el mismo amor por ellos soñado, emprendieron y lograron superar el inconveniente que les puso el destino. Era difícil, pero el deseo y la fortaleza con que vivían su felicidad, y ahora eran cuatro tirando para el mismo lado, lucharon hasta lograr salir adelante. Con la ayuda de Dios y así continuar transitando su camino. ¡Viva ese amor eterno! y seguirán siendo, es mi deseo, inmensamente felices. Cuando hay amor, Dios no abandona".



Por Orlando Navarro
Periodista
Textos de Juan Tapia