La plaza frente a mi casa es un lugar amable, donde el sol penetra a raudales y la sombra de algunos árboles da el reparo necesario para la conversación, como forma de extender la placidez del lugar. Es el lugar donde hoy, ya abuelo, voy con mis nietos a que corran y jueguen a discreción, sin más límites que su propio aguante, que es infinito. La de mis nietos es la tercera generación que pisa esta plaza. Mis hijos la disfrutaron a pleno en su niñez y hoy, padres, cada vez que van a ellas, recuerdan cosas de este o aquél árbol, de aquél partido, o del Maguila y el Marquitos, los indigentes que solían dormir en sus bancos.


Hacia ella iba con una de mis nietas el fin de semana pasado y de pronto lo veo al Lolo, un perrito callejero que adoptó una familia vecina, salir al encuentro de dos perritos que una muchacha traía a pasear. El callejero, haciendo alarde de felina cautela, frenó su carrera y elevó la nariz, buscando en el aire percibir el carácter de aquél par de extraños. Al parecer, superada la prueba, se aproximó a ellos, y los olfateó más de cerca y los acompañó hasta que ingresaron a la plaza. Se me ocurrió que era el momento de enseñarle algo nuevo a mi nieta, de siete años, si es que no lo sabía ya. "El Lolo está haciéndose respetar porque este es su territorio''. Le expliqué lo que significaba ese término, y cómo es que cualquier animal, domesticado o salvaje, hace lo mismo en el lugar donde mora. Y cómo lo marcan, a través de la orina o a veces de la "caca''. Los gatos, por ejemplo, lo hacen frotando su cuerpo contra los árboles, arbustos o las piernas de su dueño, le dije. En eso estábamos, cuando un par de perros venidos desde el otro lado de la plaza, salieron también al encuentro de los perritos que seguían aferrados a su dueña. Le advertí a mi nieta que esa irrupción, se debía que al parecer los perros habían trazado una línea imaginaria que atravesaba con singular exactitud el medio de la plaza, dividiendo el lugar en dos. Y así resultó, el Lolo se quedó de este lado y los otros acompañaron a puro ladrido los indeseados visitantes, cuando éstos atravesaron la línea central de la plaza.


Le conté también, que ese apego a la territorialidad, no solo es propio de los animales sino también de los seres humanos. Y con un amigo, hablando de estas cosas, nos acordábamos de la época de jóvenes, cuando un "forastero'' venia hasta nuestro barrio y se llevaba sin miramientos a la vecinita que estuvimos esperando quince años, a que alcanzara la "edad de merecer''. De más estuvieron las amenazas, los silbidos, o las preguntas inquietantes ("¿qué busca joven por aquí?'') que le lanzaron al galán que había invadido "nuestra'' comarca.


"El buey lerdo, se toma el agua turbia'', es el refrán que pega exactamente para estas conquistas y fracasos suburbanos. Cuestiones del territorio, que ocuparon la agenda desobligada de este "finde''.



Por Orlando Navarro
Periodista
Ilustración: Rodolfo Crubellier