Al morir su padre, los hijos corrieron presurosos a la cochería. "Lo más pronto por favor”, le dijeron al contratante. Eran las 12 y el servicio se haría a primera hora de la tarde, a las 16. El funerario invitó a los herederos a elegir el cajón. Ofreció un cofre, lo más caro, pues el finado tenía fama de tener mucha plata. "No se gaste amigo -dijo uno de los hijos -, pongámoslo en el cajón más barato que tenga. Mi viejo estaría de acuerdo, pues era un tipo muy austero”. El contratante vio deshecha su ilusión de una buena comisión y buscó un cajón tan pobre, que era poco más que uno de manzana.

"Le tengo un encargo señor. Mi viejo pidió, antes de morir, que le metamos en el cajón su radio. Así que trate de acomodarla”. Querían hacer todo rápido. El viejo les había jodido la vida con su amarretismo avaro, que hizo de él un monstruo lleno de plata. Pero que vivió como un mendigo, sólo que pegado al receptor. Y los pibes, cargando con la consecuencia, se habían acostumbrado a las carencias, y veían cómo los cheques le llegaban puntualmente al padre desde algún lugar. Éste pasaba por el banco y los convertía en plata. Trámite que no delegaba en nadie.

"Perdonen, pero la radio no entra en el cajón. Es muy grande”. Viejo antojado, pensaron. ¿Y qué podemos hacer? "Si usted lo permite, lo único posible es desarmarla y meterla por partes en los huecos que quedan libres”. Poco les importaba, a esta altura, que la radio quedara destruida. "Pa’ lo que va a escuchar”, comentaron con disimulada jocosidad.

El sepulturero dio el primer martillazo sobre el aparato y de la primera madera que se rompió brotaron, como agua de manantial, billetes y monedas de todo tipo, que vieron la luz después del largo encierro al que estuvieron condenadas por años. Saltó una segunda madera, y otro fajo de plata cayó sobre la mesa, mientras los hijos, metidos en un asombro incrédulo, se tocaban entre sí para certificar si era cierto lo que estaban viendo. Con resolución buscaron un pico y molieron a golpes la radio y extrajeron con fruición todos los valores que restaban. Lo que quedó de la destruida radio lo metieron en el cajón.

Mientras las monedas y billetes eran recontadas por los herederos en una pieza, ordenaron a los funebreros que se llevaran sin más, el cuerpo del viejo. Su avaricia y desamor quedaron palpablemente expuestos, sólo que le falló la estrategia de dejarlos sin un peso. Poco les importó comprobar cuánto llegó a odiarles su padre, al que dejaron ir solo al cementerio. Al tiempo que el viejo se derrumbaba en la tumba, ellos se repartían la fortuna inesperadamente aparecida.
Esto, que parece un cuento, ocurrió en verdad y llegó a mí una tarde que escuchaba un programa de Rolando Hanglin, donde daba oportunidad a los oyentes, a que compartieran algún hecho notable de sus vidas.

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Cuando la avaricia y el egoísmo se anteponen al amor entre padres e hijos.