Obras del canal Valdivia

 

Acaban de enterrar el canal Valdivia, que corría paralelo a la avenida José Ignacio de la Roza. Ahora será subterráneo. Era "nuestro canal”. La vida sin él, ¿cómo será? No es únicamente la vida sin el canal. También lo es sin sus árboles, sin el agua para chayar, sin los picarescos entreveros de aquellos gringos que llamábamos "madres del agua”, por el turno de riego. El canal se llevó, en su enterramiento, ese toque de vida que nacía a sus bordes y todo lo que implica. Hombres conversando, niños jugando, o acaso un bote de goma, bogando la libertad de nuestra plena diversión. El progreso provoca que el hombre deba enterrar cosas que hicieron otros. Romper, echar abajo, demoler, tornar en escombros aquello que fue el sueño de alguien, o de muchos. ¿Quién puede estar en contra del progreso? Pero déjenme un lugar para la queja, inútil tal vez, del que percibe que se está despidiendo "insensiblemente de las simples cosas”, como dice Tejada Gómez. Añoro, entre otras ausencias, el velódromo del Parque de Mayo. No era sólo cemento. Había una historia desparramada allí, a fuerza de palancazos, sudor y gloria. Que mi generación vivió a pleno, emocionándonos con los titanes de la ruta, despertando un alarido al entrar al estadio y tirando la bicicleta, en un supremo esfuerzo, para pisar primero la raya. El "Cacho” Bustos, Marcelo Riveros, el "Payo” Matesevach, Vicente Chancay, en fin. Grandes llegadores. La tarde aquella de Fernando Amador Giménez ganándole, de vivo nomás, un sprint al gran Octavio Dazzan. En 1961 ví a los campeones olímpicos de Roma. Vinieron franceses e italianos, dando espectáculo y haciéndonos temblar de emoción cuando se entreveraron con ellos el "Gran” Vicente, el mendocino Ernesto Contreras y el cuádruple titular argentino de velocidad Victorio Vicentin. Antes, nuestros mayores vieron a los campeones José Fuentes, Antonio Giménez, Elvio Giacché, Clodomiro Cortoni, Jorge Batiz… Grandes, pero grandes de verdad. Y junto a sus escombros se fue también su nombre: "Velódromo Vicente Alejo Chancay”. ¿Cómo saldamos esa deuda con el gran ciclista? ¿Y cómo le explicamos a los soñadores que hicieron el estadio, y que pusieron plata y esfuerzo? Comerciantes y vecinos, según lo recordó el señor Domingo Palacio. Hubiese sido bueno dejar un pedazo de velódromo, aunque más no sea, como testigo de una época. Por ejemplo el peralte norte, desde donde se descolgaban los ases de la velocidad pura, en los fatídicos últimos 200 metros. ¿Acaso los turistas no se rinden ante el atractivo de lo antiguo, lo tradicional de los pueblos, tratando de introducirse en su historia? 

Estoy debatiéndome, como el curda del tango, allí "en el hondo bajo fondo, donde el barro se subleva”. Sé que a nuestro canal irremediablemente no lo veremos más. Pero sabrán nuestras futuras generaciones que bajo el pavimento de Ignacio de la Roza, corre, late, aquel orfebre vital de nuestro disfrute. Que hace tiempo, sus abuelos solían retozar a sus orillas, tejiendo interminables historias, y escribiendo una parte clave del álbum familiar de nuestra esquina.

Por Orlando Navarro
Periodista