La piel curtida por el sol en hombres y mujeres muestran años de sacrificio. Muchas veces enfundados en pañuelos cubriendo sus cabezas. Sobre ellos, sombreros de totora, camisas mangas largas y pantalones largos para protegerse de los mosquitos e insectos típicos de los parrales, del calor y del sol. Décadas de 1960, ’70 y mediados de los ’80. Algunos longevos obreros de finca recorren en sus mentes anécdotas bien resumidas y descriptas en esa cueca que dice: “para el tiempo de cosecha, qué lindo se pone el pago”.

Eran años en que familias completas iban a las fincas y parrales grandes como pequeños, para hacer la diferencia en dinero, que lograra vestirlos para el resto del año. En esos años de los ’60, ’70, era común que los obreros fueran a las tiendas de ramos generales para reabastecerse. Algunas tiendas ya desaparecidas eran tradicionales para ellos como “Gea” o “La Mimosa”, entre tantas otras.
Los cosechadores temporales se levantaban a eso de las 5 de la mañana. Hombres, mujeres, adolescentes y niños enfilaban para la finca. Estaban los esposos jóvenes y sus hijos, como aquellas parejas que buscaban sumar monedas para unir sus vidas en matrimonio. De esas historias abundaban por aquellos años. A todos ellos se sumaban los solteros/as que buscaban en la vendimia su posibilidad de comprar ropa, salir los sábados al baile y tener algo de dinero para estudiar “artes y oficios”, como se le llamaba a las escuelas complementarias que abrían sus puertas en la tarde y noche.
El estado físico para cargar las gamelas de unos 25 kilos era un desafío. Por lo general, los hombres acarreaban las cargas de uvas, con el cuidado de que no se cayera ningún grano. Y, si eso ocurría, allí estaban los niños para recogerlos y devolverlos luego a esos recipientes.
A veces, las mujeres que cortaban los racimos con tijeras, también se encargaban de cargar las gamelas de madera u hojalata. La recompensa estaba en la sumatoria de fichas al final de la jornada y de la semana.
El descanso del mediodía tenía a muchos de ellos almorzando del “bagallito” traído desde la casa como unos sánguches de milanesa o de lo que hubiera. Otros grupos tenían a madres o abuelas que cocinaban a un costado del parral. Allí saboreaban su puchero, algún bife, el llenador plato de cebolla frita con huevo, o el plato sanjuanino por excelencia llamado “tomaticán”, hecho básicamente con tomate, huevo y cebolla. Después del descanso, otra vez a la dura tarea de cargar el camión. Primero uno, luego otro y así, sin cesar.
Los primeros días de cosecha, los dolores musculares y el cansancio se hacían sentir. La meta era el sábado por la mañana, cuando pagaban las fichas por cada gamela. La mayoría tenía la idea fija en el ahorro y el disfrutar de esos fines de semana con una salida al cine, al baile o el asado del domingo. La competencia por quién ganaba más fichas llevaba al final a una gran amistad entre esos obreros. Por eso nadie quería que terminara la temporada. De ahí que para el tiempo de cosecha, el pago se ponía más lindo, con caras alegres y con plata en el bolsillo.
