Las tardecitas por mi barrio podían ser muy largas, o muy cortas. Según. Arrimarme hasta la esquina para ver "qué hay". Era un ejercicio habitual después de hacer las cosas a mi cargo en la casa, del picado en algún campito cerca, o los deberes de la escuela. Entonces, buscar una distracción era un derecho. Un sano esparcimiento que recuerdo. Era hincarme al lado de algún amigo lustrabotas a conversar, con él y con el usuario del servicio, mientras pasaba el cepillo y la pomada. El tiempo se los fue llevando de a poco a estos muchachos que solían estirar la anilina en el agua del canal. Me acuerdo del Duilio (no me pregunten el apellido), de los hermanos Crubellier (Horacio y Rodolfo), del "Cachito" Montiveros y su hermano el "Hungario" (Hugo). El primero era ya un hombre mayor, con hogar a cargo. Pero el resto eran muchachos de mi edad, que no trepidaron en agarrar el cajón y salir a ganarse la vida cuando el puchero estaba en peligro. Siempre tenían trabajo. Si habían tres o cuatro lustrando, era porque había clientes. Ni qué decir cuando había actividad en la pista "La Estrella". Un tanguito que circula por allá, dice que "hay un desfile de lustrabotas, sacando brillo por el montón, de compadritos de saco y corbata, raya perfecta de pantalón". Cierta vez se sumó un desconocido, a quien apodamos "el porteño" por su manera de hablar. Creo que se instaló por la San Miguel al Sur con su familia. Yo lo veía con recelo porque le "sacaba" clientes a mis amigos. Pero era atractivo ver el despliegue. Primero limpiaba bien el lugar y colocaba una alfombra de gran tamaño, donde ponía el banquito, el cajón y una sillita para el cliente. Los otros muchachos miraban esa parafernalia y lejos de sentirse disminuidos, confiaban en que su "clientela" no los abandonaría. Para eso eran locales. El "porteño" distribuía una variedad de pomadas, líquidos y paños, que exageraban la función. Y ponía una cera que dejaba los zapatos como un espejo, luego de pasar el paño, que al frotar sonaba como un violín. Para no manchar las medias, usaba un cuero de calidad, que abochornaba el trozo de cartón que usaban los muchachos. Estos más de una vez provocaron el enojo del cliente, cuando se iba con la media manchada por el roce de la pomada. Cierto día, la pesadumbre llenó la esquina. Fue cuando se supo la noticia que al "porteño" se le había muerto un hijo. Y el duelo fue mayor cuando lo vieron al infeliz lustrabotas, remontar la San Miguel con el cajón mortuorio al hombro y un pequeño cortejo alrededor. Recuerda Rodolfo Crubellier que los lustradores que estaban en ese momento en la esquina, guardaron sus cajones y se sumaron a la triste columna. El "porteño" dobló por la Cereceto y se fue caminando hacia el cementerio de la Capital. No permitió que nadie le ayudara a soportar el doloroso peso y fue su sacrificio postrero en homenaje al hijo fallecido. Como dice el tango "Se lustra señor": y una mañana de esas, el viento del arrabal, dejo un silencio extraño, allí junto al umbral. Al "porteño" no lo vimos más.



Por Orlando Navarro
Periodista
Ilustración: Rodolfo Crubellier