Cuando siento que la ciudad me contamina, me baño en ti, mi barrio querido, en mis amigos y añoranzas. En estos tiempos de familias reducidas, en general, a uno o a lo sumo dos hijos, de ensambles y otros signos de la vida moderna, pensar en matrimonios con 5, 6, 7 ó 9 hijos, parece cosa del pasado. Pero era lo común, cuando niño. Había, tal vez, pobreza, pero nunca miseria. Se vivía dignamente y eso de andar por la calle pidiendo o quedándose con lo ajeno, como es común ahora, no se veía. ¿Cómo hacían nuestros padres para arrear con tanta prole? No sé, pero se las arreglaban. El mayor objetivo era que no saliéramos vagos o pendencieros y que fuéramos a la escuela. La disciplina era cosa seria y la autoridad de los padres no se discutía. Aun viniendo de padres poco alfabetizados, que no quiere decir ignorantes. "Que no te pase lo mismo que a mí", argumentaban. Algunos, al salir de sus trabajos, principalmente "Cinzano" y "El Globo", enfilaban a uno de los bares cercanos para, vinito de por medio, matar el tiempo hasta la hora de comer. Esto podría convertirse en un pequeño o gran drama, que yo no alcanzaba a dimensionar en esos años. Hasta que uno de mis amigos, no hace mucho de esto, me lo reveló en un aparte de una de nuestras reuniones. Fue en la sobremesa y vaya a saber de dónde vino el tema, cuando el recuerdo de nuestros padres desfiló entre copa y copa, con el sentimiento, el agradecimiento y el amor, sobrevolando la narración. Amena, en algunos casos, y difícil, en otras. "A mi viejo lo queríamos, pero le temíamos cuando se enojaba. Guay de aquel que no hizo las tareas de la escuela, o desobedeció a la madre, o se portó mal en la calle", sentenció uno. "En mi casa había un sicólogo", dijo otro, y logró atraer la atención del resto. "Estaba colgado en el comedor. Era un cinturón de cuero grueso, de unos 40 centímetros, que mi padre usaba pocas veces, pero con gran sentido de la oportunidad. Hoy lo sé. El castigo venía luego de la reconvención previa, a modo de advertencia". Es decir, se castigaba en la reincidencia y dolía más en el alma que en la piel, como las penitencias. "Éramos muchos y ese modo directo de enderezarnos, una lección para toda la vida".

Los mandados debían hacerse en tiempo y a la perfección. Había que tener mucho cuidado con demorarse, olvidarse de algo, perder el vuelto, o traer vuelto de menos. Para eso estaban las matemáticas. Los viejos, o el abuelo, que fue mi caso, se preocupaban porque aprendiéramos a resolver rápido las cuentas, no sólo para andar bien en la escuela, sino también para que no nos cobraran de más ni de menos, a la hora de comprar. Y en cuanto a la demora, el padre de uno "escupía en la tierra y amonestaba: mejor que pegués la vuelta antes de que se seque". Volviendo al que me contó el drama que vivían, porque al papá, a veces se pasaba de copas, debo decir que viví un momento de esos en que la atención se sublima, y se tensa la cuerda de la empatía y la comprensión. Me lo contó como sacándose un entripado. "¡Andá a buscar a tu padre que ya sabés donde debe estar!", decía mi madre. Y ahí me iba, corriendo hasta el bar Egidio y me lo traía a mi viejo. El tema era cuando agarraba la bicicleta y se venía por la Cereceto, meta gambetas, y yo corriendo al lado, para que no le pasara nada. Lo importante, no era tanto sacarlo del bar, como que estuviera en la cabecera de la mesa a la hora de comer. No se comía hasta que el jefe de familia se sentaba. Otra enseñanza.

Historias de contar porque son de aquellas que siempre dejan algo para aprender. Nuestros padres, con sus defectos y virtudes, no eran una brisa. Eran puro viento, con fuerza y dirección. Capaces de ponerte en manos un libro, o un cuaderno y un lápiz, después de alguna reconvención. Y con su mano callosa sentir que te acaricia y dice, sin decirlo, "te quiero hijo".

Orlando Navarro
Periodista
Rodolfo Crubellier
Ilustración