Señor director: 


Dado el momento histórico que atravesamos las mujeres argentinas, he resuelto contar una historia que jamás había pensado develar, porque quizás hoy pueda con ello, realizar un pequeño aporte a la concientización. 


Una madrugada del mes de junio, finalizando el siglo XX, cubriendo una guardia obstétrica en un humilde hospital lejano a la ciudad, fui sorprendida por unos gritos fuertes que interrumpieron mi sueño fugaz. Una niña de 12 años lloraba y gritaba de dolor, mientras sujetaba su abdomen con ambas manos. La madre, sin sospechar lo que sucedía, sumaba su desesperación con frases como: -¿Qué le pasa a mi nena? ¿Qué hacemos? ¡Ayúdenla por favor! ¡No la dejen morir! 


No fue fácil subir la niña a la camilla y menos aún, examinarla. Más el diagnóstico fue sencillo y rápido. La naturaleza lo brindaba con simpleza. El trabajo de parto había concluido, el líquido de la bolsa chorreaba vital y la expulsión del bebé era evidente. Sólo que la realidad, al haber alterado los tiempos naturales de la evolución, no permitía que los pequeños órganos genitales de la "parturienta'' dieran normal salida a la cabecita del bebé. La niña pujaba espontáneamente impulsada por las contracciones, sumando gritos desgarradores, de miedo, de dolor, de incomprensión. El bebé asomaba en cada esfuerzo, pero la pequeñez de los genitales continuaba impidiendo su salida. 


Los ojos de mis compañeros se posaron en mí, interrogantes y conmocionados. Los latidos del bebé indicaron que tenía que salir con premura. Los minutos jugaban en contra. El pediatra esperaba ansioso con la compresa esterilizada en sus manos. Pedí que me secaran la transpiración y me limpiaran los lentes. Tomé la jeringa, la cargué con suficiente cantidad de anestesia mientras le aseguraba a la niña que la iba a ayudar; pero sus gritos tapaban mis palabras. En aquel momento pensé que quizás no sabía que estaba embarazada. 


Anestesié como pude los pequeños genitales externos en tres lugares. Esperé pocos segundos y corté en esos tres lugares la pequeña vulva, sin poder impedir que se me estrujara el alma. 


El llanto del bebé llenó de asombro y auténtico descanso a la niña, al pediatra, a las enfermeras y a mí. 
Lo que siguió después lo dejo para la imaginación de los lectores.  


Desde entonces y durante 20 años me dediqué sin descanso a dictar talleres de educación sexual en escuelas periféricas de las ciudades en las que trabajé, sin mentiras ni tabúes.  


Creo que ya es tiempo de que se dicte Educación Sexual como una materia más, con la profundidad y amplitud necesaria y no sólo con breves charlas de genitalidad y enfermedades de transmisión sexual. Con la esperanza de que así lo comprendan los que tienen el poder de decisión, he pretendido rendir mi humilde homenaje a todas las mujeres argentinas.