Señor director:

En el viaje que llevo transitando por esta vida, una de las estaciones en las que me tocó parar, fue la del casino con todo el mundillo vinculado al juego. Una de las cosas que aprendí fue que el que juega no lo hace por dinero, sino por saciar un vicio. ¿Y que es saciar un vicio? Calmar una ansiedad física que se incorpora a nuestra persona, como si fuese una necesidad básica, comparable con la de comer o tomar agua. De modo tal, que el que no juega, siente hambre o sed de juego.

El jugador sigue un patrón de conducta. Primero se gasta el dinero que tiene para jugar; luego el que no planeaba gastar; luego pide prestado, hasta que recurre a vender algún bien de su propiedad. Estos recursos se agotan y con eso vienen los problemas, porque la necesidad subsiste, pero el dinero falta. Entonces pide prestado y no devuelve, y cuando ya nadie le presta, delinque. El vicio del juego tiene efectos colaterales: te aísla de amigos y familiares. Compromete trabajo e imagen social y puede llevar a la cárcel o la muerte, ya sea auto infringida o por somatizar el estrés del jugador.

Con la política creo que debe pasar lo mismo. La obsesión de poder es una patología que se asimila al juego por idénticos motivos. El que detenta el poder, además de los beneficios económicos, cultiva hábitos similares al jugador compulsivo. Sólo así puedo entender al millonario que lo tiene todo y sin embargo persiste en el juego de la política. O bien aquellos vapuleados por la derrota, que siguen apostando al azar electoral. El problema que tiene el que perdió el poder, pero no el vicio, es el mismo que tiene el que quiere jugar, pero no tiene dinero. Se lo procura por algún medio.

Esto podría explicar por qué el saliente gobierno ha decidido tomar las calles a través de los sindicatos que le responden. Necesitan saciar esa necesidad de seguir arriando adeptos. También ahí podría encontrar explicación el silencio cómplice de los políticos apoyados por manifestantes que gritan a viva voz que la democracia no es viable frente a un gobierno como el actual, o exhiben helicópteros.

El jugador quiere jugar y para hacerlo hará lo que sea. El político que ya no gobierna quiere poder y también hará lo que sea. Violar leyes, destruir la economía o perturbar la tranquilidad pública son los efectos colaterales, como los del jugador. En un estado de derecho al jugador se le exige dinero para jugar y al político votos para gobernar. Pero parece que un estado de derecho no es el mejor escenario para saciar las ansias de poder de un grupo sediento y hambriento de él. Así como el jugador corona un número en el paño de la ruleta, el político pone sus fichas en forma de manifestantes en la calle.