Le debo estos recuerdos al amigo Jorge Buenaventura Becerra, poeta, profesor de danzas, escritor y cultor de nuestro folklore, quien en su libro "San Juan, su gente, su leyenda" ha volcado, entre otras cosas, sus vivencias de niñez en la popular Villa Marini, de Santa Lucía. Dice, en el subcapítulo que llamó "la casa", que "la Villa Marini, sin duda obedece su nombre original al propietario de aquellas fincas, entonces cubiertas de vides y corrales. Ignoro los motivos, pero aquellos propietarios fueron vendiendo parcela a parcela, y dando paso así al nacimiento de las primeras casas, hasta formarse allí un nutrido villorio. 


Ver una casa, era ver a todas, ya que predominó el "plano popular", lo que se dio naturalmente, por la necesidad de ayudarse entre los vecinos, los que trabajaban con un cálculo hecho para todos igual. Tantos palos, tantos adobes, tantas cañas, etc. 


En otro aparte, denominado "cosas y costumbres de mi niñez", comenta que son "cosas y hechos que hoy, ya adulto, me traen una cantidad de recuerdos que son un tesoro. Como por ejemplo, el volantín, las carreras con llantas usadas de bicicletas y tantos otros". Estos, con ilustraciones incluidas, Becerra los describe en otra parte de su libro. 


En un subcapítulo que tituló "un día de mi vida", reseña otra realidad que describió el amigo Juan Amorós, en nota anterior, en recuerdos de su barriada, en los "Lote Riveros", cuando habló de las vivencias alrededor del surtidor público, que proveía de agua potable al vecindario. Esta memoria de infancia, me apuntó Rodolfo Crubellier, también la vivíamos en Rivadavia, sobre la calle San Miguel, justo en la curva que está antes de la Villa Flora, frente a la casa "de los Atán", donde está hoy el Círculo Andaluz. Allí había también un surtidor que provocaba una larga fila de vecinos para proveerse del vital elemento. Recuerda Becerra que "temprano, tomaba los baldes de la casa y me iba hasta el surtidor de la esquina. Algunas veces había que hacer cola para sacar el agua. Con los baldes bien llenos, volvía hasta la casa y llenaba la tinaja que estaba en medio del patio. Luego, hacía algunos mandados a mamá, terminaba los deberes y ya sólo me quedaba el tiempo para almorzar y partir de la escuela.


La pobreza de mi familia nunca nos impidió un buen almuerzo, como por ejemplo aquellas robustas sopas, la olla colocada a primera hora de la mañana, sobre un brasero atestado de carbones encendidos. Cinco hermanos más mi madre, obligaba a tener una gran olla, en la que cabía de todo: papas, cebollas, zapallos, peras verdes, que al cocinarse tomaban un sabor insuperable y si las cosas andaban bien, encontrábamos alguna 'tumba' de carne". Historias que agradezco del señor Becerra, que nos llevan al tiempo feliz de nuestra niñez.



Orlando Navarro
Periodista
Textos: Jorge B. Becerra
Ilustración: Rodolfo Crubellier