Señor director: 
"Sé de un árbol dominante de antigua historia olvidada+. Así comienza el romance de Buenaventura Luna "Por la señal de mi tierra”. Evoco este verso porque bien podría referirse a una antiquísima morera o "mora macho”, que aún se levanta orgullosa en la antigua casa de mis antepasados, allá en Chimbas.  
Este añoso ejemplar, según mis tíos, ostenta más de un siglo de existencia y fue plantado por mi bisabuelo, José Estanislao Delgado Riveros. Es una morera que brindaba, y aún lo hace, una sombra enorme. Refugio de gorriones, tortolitas y otros pájaros más.  

Sus raíces se extienden por metros y metros. Cuando corre viento, ruge, generando ese ruido que suele causar ciertos sentimientos encontrados. A su lado, se levanta un viejo tanque de agua, que lleva estampado en uno de sus lados un año, inscripto en hierro: 1945, año que dice mucho. Luego, a pocos metros está la antigua casa, aún en pie y dando utilidad. 

Este árbol, cargado de historias cotidianas, era conocido en una época como "la morera de los Delgado”. Su ramaje, su sombra y sus grandes hojas, fueron testigos de grandes parrandas nocturnas, en esas nochecitas de enero. 

Un horno de barro, hacia un costado, era una suerte de complemento con la enorme mora. En él y desde tempranas horas comenzaba el ritual del horneo de empanadas, toda una tarea. Aún recuerdo esas bandejas de lata, hechas de algún tarro en desuso, colmadas de empanadas y una que otra tortita y palomita. Luego de horas, ya estaban, chorreantes y sabrosas. Era un placer comerse una empanada en la "puerta del horno”. Todo este manjar era regado por un vino blanco que fabricaba mi padre, con uvas chimberas de variedad "Pedro Ximenez” y por supuesto, un primoroso vino cabernet. Todo acompañado de varios tipos de ensaladas, especialmente de tomate, fruto de aquella generosa tierra. 
La fiesta comenzaba como a las 22 horas, y se prolongaba, a veces, hasta el alba. Mis tías, Delgado-Vázquez y Delgado-Blanco, eran infaltables. 

Por ahí mis oídos escuchaban "viejas historias trashumantes”, que despertaron mi interés por el pasado. A los postres, no faltaba la ambrosía, duraznos o tomates, que proveía la misma quinta doméstica. Pero faltaba lo mejor: esto eran los cantos y bailes, acompañados por diferentes instrumentos musicales.  

Mi tío Luis Vieyra, hermano del genial Hermes, tomaba su violín y hacía sonar primorosamente "Paisaje de Catamarca”, la zamba de Polo Giménez. De ahí en más, se sumaban bombos y guitarras y varias cuecas, con cogollos y zambas, bailadas por mis familiares. 

Así termina este retazo de historia sencilla, pero aún está la mora, que se resiste a morir, solitaria, arrogante y hermosa, testigo de aquellas inolvidables fiestas familiares.