No recuerdo por qué, un par de meses trabajé en las oficinas de la antigua "Compañía Argentina de Teléfonos". El caso es que al tener acceso a unas fichas donde se guardaban las solicitudes para una línea telefónica no pude resistir la tentación de buscar si mi padre había hecho el pedido alguna vez. Aparte, todo lo que remitiera a mi padre tenía un significado muy profundo y es como si, al ver su letra o su firma, me hacía la ilusión que lo tenía más cerca. De modo que busqué con ahínco entre la gran profusión de fichas, hasta que la encontré. La solicitud de mi padre fue hecha con suficiente previsión, en 1949, pero al morir él, y varios años más tarde, no teníamos teléfono. Más o menos había que tener la recomendación de alguien importante para acceder a ese servicio.


Recuerdo que en la Esquina Colorada, de los pocos que tenían teléfono eran don Napoleón Quiroga, de la farmacia; don Felipe Beirán, del bar y panadería, y don Rubén Dávila, en su despensa y rotisería. Los tres ocupaban sendos vértices de la esquina y el cuarto era un baldío donde unos años después levantó su estación de servicio don Antonio Aranda. Justamente, una tarde de mayo de 1957, don Rubén nos convocó, porque mi padre llamaba desde Buenos Aires. Allí había ido el viejo tratando de recuperarse de una enfermedad, pero no pudo. Habló con cada uno de nosotros, sus cinco hijos, y lo que me dijo al final fue una frase que nunca olvidé, porque sonaba a despedida: "Sean unidos", en lo que sería la última vez que lo escuché.


El teléfono de don Napoleón también era el que usaba, entre otros, el "Pirincho" Gómez para comunicarse con su mamá desde Nueva York. Y, así, sucesivamente, el vecindario sabía que podía contar con esos tres teléfonos para ese tipo de llamadas importantes, porque ellos tenían una especial conexión con la barriada.


Don Rubén y su esposa, doña Margarita, se instalaron en la esquina Sur-Este, primero con una verdulería, en sociedad con un señor Salinas, según recuerda Guido González. Después, se puso sólo con la despensa y rotisería. En ese lugar estuvo antes el botiquín de don Napoleón, que después se instaló al frente, es decir en la esquina Sur-Oeste, colindante con mi casa. Rubén y Margarita fueron dos trabajadores incansables, de lunes a lunes. Su despensa era como esos antiguos almacenes donde no había de todo, pero no faltaba nada. Rodolfo Crubellier, quien ilustra esta nota, y el "Chalela", de quien no supe más, hacían el "delivery".


Don Rubén se destacó por sus empanadas, que eran de una exquisitez tal, que su fama trascendió las fronteras de la esquina y venía gente de otros lugares a comprarlas. Años más tarde se trasladó frente a la plaza y don Rubén dejó de ser un poquito nuestro, para ser de todo Desamparados.
Don Rubén y doña Margarita son un recuerdo muy querido cada vez que alguien lo trae a la mesa, y su presencia fue tan fuerte, que su imagen se nos viene clarita, envuelta en un olorcito a empanadas que todavía, me parece, está como jugueteando en la punta de mi nariz y me hace picar la barriga.