
Ernesto Marcelino Fernández. De su boca salieron siempre palabras orientadas a un solo objetivo, crecer trabajando.
Como un imperativo de la época, me he propuesto señalar los méritos de seres que, viniendo desde muy abajo, lograron un propósito, una meta, que finalmente produjo la transferencia generacional que deviene del progreso. Transferencia que significa que los hijos superen a sus padres, cuando estos superaron a su vez a sus viejos, al cabo de una vida. Esta escalera, virtuosa, ascendente, hecha peldaño a peldaño en base al esfuerzo, a la creatividad y al coraje de intentar un nuevo emprendimiento, es lo que hizo grande a la Argentina, desde los tiempos de las corrientes inmigratorias. Consolidó también en muchos países, de los llamados desarrollados, un estándar de vida cada vez mejor. Siempre superador de estadios anteriores. Hace un par de semanas falleció el señor Ernesto Marcelino Fernández. Casi anónimamente, pandemia de por medio, acompañado por el dolor de sus familiares y amigos, se fue uno de esos forjadores a los que pretendo rescatar, y que sin proponérselo hacen escuela de cómo se construye prosperidad. Trabajé con él, y forje una relación que fue más allá de lo profesional. De su boca salieron siempre palabras orientadas a un solo objetivo, crecer trabajando. Desde aquellos duros comienzos que me contara, sin el afán del rigor histórico, cuando se deslomaba junto a sus hermanos, en la explotación de hornos de ladrillos, actividad impensada para un criollo, pues fue siempre casi exclusividad de ciudadanos bolivianos. A fines de los 70 comencé a trabajar en la empresa constructora Porres y ya escuchaba de la calidad de los ladrillos de los Fernández. La actividad exige un gran esfuerzo, desde ir a cortar leña al monte, preparar el material, encender los hornos, cocer el ladrillo, cargarlos en el camión y luego transportarlo hasta el domicilio del comprador. El modo de agarrar los ladrillos, de lanzarlos al que los recibía en la caja del cajón, eran motivo de un recuerdo íntimo y profundo, que Tito me narraba casi con lágrimas en los ojos. Y fueron creciendo, ellos, descendientes de un inmigrante venido de España solo con sueños en sus alforjas. Fundaron una cochería. Ahí volví a encontrarme con ellos, pues Guillermo, el menor, empezó a participar de las reuniones de los empresarios fúnebres de San Juan. Años después el grupo de los Fernández ya tallaba firme en actividades agrícolas y ganaderas, entre otras. Lo veía a Tito, el primero en llegar, el último en irse, metiéndole horas de trabajo de la parte que le toco manejar. Por eso lo admiré, y también consolide mi respeto y reconocimiento por el coraje de los hombres que se arriesgan a ganar o perder, pero dan trabajo y crean riqueza. Con esta reseña traté de resaltar los valores de Tito, más que empresario, un trabajador. De los que pasan dejando huella, en la obra maravillosa de producir, dar trabajo y hacer más grande la patria. Seguramente, descansa en paz.
Por Orlando Navarro
Periodista
