Un ejemplar de magnolia.


En la otrora casa de mis tías-abuelas por línea paterna, existe un viejo árbol, "de antigua historia olvidada", parafraseando a Buenaventura Luna, cuya presencia recuerdo desde mi niñez. Me refiero a una magnolia de gran porte, cuyo origen no se sabe con certeza, y a pesar de amenazar con morir, no quiere dejar de ser. Es un árbol sublime, alto, imponente, su copa parece tocar el firmamento. Tiene un ramaje tupido, y hojas perennes cuyos colores son diferentes según sus caras. Esta dualidad de su follaje le otorga más belleza, y también cierto misterio, secreto de la naturaleza que la hizo. Llegado el mes de noviembre aparecen sus flores, que colman su formidable presencia. Son enormes, blanquecinos sus pétalos, emanando un perfume que sería la envidia de los dioses del monte Olimpo. Este aroma se percibe a pleno llegada la hora de "la oración", simultáneamente se escuchan los cantos de cantidad de pájaros que buscan cobijo. La magnolia se presentó en mi niñez y desde entonces la miro y admiro. Posee un aura que suele atrapar a los amantes de nuestra hermosa flora. Bajo su generosa sombra solía conversar con mi madrina, escuchando con avidez antiguas memorias familiares y no familiares. También juntos a mis amigos compinches, en esos tiempos en que había vida plena en comunión con la naturaleza, comenzamos hacer las primeras prácticas, imitando a Tarzán, de trepar por sus ramas. Eran tantas que era tarea fácil. Poco a poco comenzamos a treparla, marcando hasta qué punto de su tronco llegábamos, pues el vértigo solía ganarnos. Hasta que cierto día "hicimos cumbre", suceso que festejamos alborozados. Desde la elevación ganada, la vista de aquel fecundo paisaje chimbero, desde 30 metros de altura, era espléndida, especialmente los días que se presentaban diáfanos. A partir de entonces, trepar este árbol era fácil, había días que lo hacíamos varias veces. Por suerte esta magnolia está viva, guardando en su frondosidad estas historias, además es un ejemplo tangible de aquella cultura testimonial que poseían los de antaño, en cuanto al amor a los árboles, tema que actualmente prácticamente se diluyó.


Por Edmundo Jorge Delgado
Profesor - Magister en Historia