Una fina letra en redondilla, pareja y clara, me esperaba ese día a la hora del almuerzo. "Esto te puede gustar”, me anticipó mi mujer, cuando después de comer, me alcanzó la carta. No dijo nada más y se sentó frente a mí, como para participar de lo que se presagiaba como una buena sobremesa. Estaba olvidado de ese tipo de correspondencia. Una carta, de puño y letra, te sitúa frente a la persona del remitente en modo real, y hasta puede uno visibilizar su rostro, su humor, su mirada y percibir los latidos de su corazón.

 

 

Con incontenible curiosidad, me abalance sobre el nombre del remitente. "Perla Robuschi de Guidobono” decía. ¡Mi maestra de quinto grado! Recordé inmediatamente que unos días antes, la había mencionado en un correo que titulé "Persistencia de los seres y las cosas”, como una protagonista clave de aquellos tiempos aciagos, que siguieron a la muerte de mi padre. Fue mi maestra, en una escuela desconocida para mí, la Normal San Martín, en la cual debí estrenar nuevo ambiente, nuevos compañeros, y la evidencia palpable de aquella ausencia. Sólo los partidos que jugábamos al salir, en la cancha de cemento del colegio Don Bosco, amortiguaban aquellas sensaciones.

Con una cursiva que me era familiar, me hizo recordar la letra de mi madre, y desprendiendo un halo de belleza sin edad, me fue llevando de la mano hacia los lugares más recónditos del alma, donde anidan las esencias. Como quien remueve la tierra y hunde la pala que finalmente terminará por descubrir las raíces. Mi mujer me pedía que le siguiera leyendo, sin saber que mi garganta se iba de a poco congestionando y yo presagiaba el inminente quiebre."Sentado en el último banco y meditabundo” fue la frase que terminó por demolerme. Me estaba describiendo puntualmente porque, como sospeché siempre, ella lo sabía. Algo hizo para averiguar los por qué de mis estados de ánimo y se ocupó tanto por el alumno, como de ese niño que estaba como ido.

Que importante fue, señorita Perla. Y ahora que me ha situado en ese tiempo, recuerdo que teníamos una contienda con los del otro quinto. Quién era más bonita, si usted o la señorita Parra, la otra maestra. Ella era también muy linda, pero no nos pertenecía y eso inclinaba la balanza a su favor. Usted y su juventud, sus ganas de enseñar y la tierna humanidad con que llegaba a cada uno, para extraerle lo mejor de su condición. El día de fin de clases la ví venir, repartiendo las libretas. Temía lo peor. Cuando llegó hasta mí, me dedicó una intensa y larga mirada."¿Repetí?”, le pregunté, casi en un ahogo y me dedicó una sonrisa serena."No, pasaste. Fue raspando, pero pasaste”. Me la entregó con un beso.

Aquel beso fue como éste que me acaba de dar con su carta, señorita Perla."La gratitud es la memoria del corazón”, me ha escrito, entre otros conceptos que han sido un bálsamo. Como ve, no la he olvidado y siento que hoy pasó por aquí, el mejor "Día del Maestro” que haya celebrado.

Por Orlando Navarro  – Periodista
Rodolfo Crubellier   –  Ilustración