Señor director:
Sería útil que el ser humano pueda normalmente reconocerse y hasta desconocerse en sus miedos, única forma de resguardar la duda, el asombro, la pasión por el misterio y todo aquello que logre preservarlo del peligro inminente de dejar de soñar. En un principio era el hombre, y tal vez al mismo tiempo, el miedo. Sin éste, cada día el mortal es casi inconcebible, porque el temer es su legítimo derecho. No resulta nada fácil definir el miedo. Lo acompaña desde su estructura inicial, lo afilia a una serie de incertidumbres o extravagancias que, en el fondo, no consiguen desviarlo de su condición de instinto inevitable. Si el miedo nació antes que el hombre, lo esperó para respirar con él. "¿Quién dijo miedo?" claman los grandes manipuladores de la bravura, mientras una pequeña voz de su propio interior le musita "¡yo!", como una profesión de fe, incapaz de negarse a sí misma. Al principio era el hombre, y quizás también el miedo. Pero, ¿en algún momento pensó o atrevió a vencerlo? La Biblia estipula que Adán cuando fue sorprendido por Dios, comiendo el fruto prohibido, sintió miedo. Parece ser que el pecado original engendró, de paso, el miedo original que con el tiempo fue creciendo como para que casi nadie se quedase sin su ración personal, sin su derecho a temer o a no temer; sin duda dos disyuntivas propias de la humanidad. El simple vocablo "temer" proclamó a un Ricardo Corazón de León admirable, y a un Juan Sin Tierra execrado. No obstante, es posible que la bravura haya sido la única virtud del aguerrido Ricardo, y la cobardía el único defecto de Juan. La radiante propuesta para vencer a todos los miedos, no es un pecho valeroso, como rezan los cánones guerreros, sino simplemente un espíritu templado con un argumento propio capaz de deshacer sinrazones de acero u hojalata a todos los demás argumentos del miedo.
Carlos Buscemi
Escritor
