Por la Esquina Colorada hace rato que sonaron las sirenas de Cinzano llamando a los obreros. No me levanto. Me remoloneo en la cama, pues estoy solo. Pero debo levantarme porque ya debe estar el hermano de la "chiquita" Pereyra despostando la carne y mi madre me dejó encargado que era lo primero que tenía que hacer. Tener la comida lista.
Era lo más importante de las tareas que me fueron delegadas, en ese año de 1958 en que mi mamá comenzó a trabajar de mañana como profesora en la Escuela Profesional de Mujeres (hoy EPET 2 y 4). Había fallecido papá y ella no se quedaría de brazos cruzados. Decidió que saldría adelante duplicando, mañana y tarde, sus tareas docentes. Mis hermanos también se iban de mañana a la escuela y yo debí pasarme a la tarde al quinto grado en la escuela Normal San Martín.
Me estoy de a poco acostumbrado al silencio de la casa, tan vital hasta unos pocos meses atrás. Tomé el dinero, meticulosamente separado. "Esto para la carne, esto para el pan, esto para el azúcar". Mi madre nos planificaba todas las tareas. Disciplina y austeridad. Apagar las luces, cuidar el agua, el carbón del brasero, el kerosene de la cocina. Salgo a la vereda. Los plátanos devuelven una sombra generosa, y veo en la esquina, enquistados, el kiosco y, al frente, el buzón. Cruzo la San Miguel y transito la despareja vereda de don Rubén, que quedó así, luego de que el terremoto del 52 levantara dos poderosos eucaliptus, que mi padre hizo erradicar. Pero quedó la vereda con un lomo que ahora recorro para llegar al canal y cruzar la Cereceto, enfilando para el mercadito de la "Chiquita" Pereyra. Allí bulle el afán de las vecinas por ser atendidas con premura, porque "se va la mañana, señora", al decir radiofónico del "moscardón mañanero".
Carne de puchero y un hueso es lo que pido. Lo de siempre. Llego a la casa y ya la olla está comenzando a hervir. Pongo la carne, algunas verduras y sal, y me voy a barrer y pasar el lampazo. La casa estará limpia y la mesa tendida para cuando lleguen. Yo a esa hora ya habré almorzado, pues a la una y media entro a la escuela normal. En ese año raro, con sensación de vacío en la casa y en nuestras vidas, y en el que adquirí la certeza de que nos sería difícil crecer.
La señorita Perla Robuschi, mi maestra, supo el motivo por el cual yo estaba medio "ido", y me ayudó a superar ese año, que aprobé raspando. Corría el año 1958. Frondizi ganó la presidencia y al discurso inaugural lo seguí, clavado frente al receptor, y con la imagen de mi papá regalándome, etérea, una sonrisa de satisfacción. Cómplice y "correligionaria". ¡Cómo le hubiese gustado estar vivo para verlo!
Bendita persistencia de los seres y las cosas, que dejo grabadas aquí, por si llegan los tiempos en que empiezan a "maniarse los recuerdos", y sea otro el que tome la posta y comience a contar que "por la Esquina Colorada hace rato que sonaron las sirenas de Cinzano, llamando a los obreros".
