Ya sabemos que el resultado del reciente referéndum en Escocia fue del 55,3 % para el "No”, rechazándose de esta manera la posibilidad de que la más septentrional de las cuatro naciones que forman el Reino Unido logre su independencia. Días antes se hablaba de una paridad en las encuestas e incluso de algunas que resultaban favorables al "Sí”, pero había más de un 15% de indecisos que terminaron inclinando la balanza para conservar el status actual.
Los casi 5 millones 200 mil escoceses no volverán a tener otra oportunidad de optar por muchísimos años y en la capital, Edimburgo, que da título al ducado del príncipe Felipe, marido de la reina Isabel II, las lágrimas de los independentistas inundan el corazón de una esperanza frustrada. Precisamente, un mes antes del referéndum, la monarca, que se distanció claramente de la consulta, como lo hace con cualquier elección interna de su país, sabía que de ganar el "Sí”, ella seguiría siendo considerada soberana de Escocia a través de una legislación muy particular. Por eso el papel de la monarquía fue por lo menos curioso.
Este resultado del pasado jueves 18 de septiembre ha sido la mejor noticia en tiempos difíciles para una Europa que lucha por conservar el proyecto de unidad que nació con la Comunidad del Carbón y del Acero (1950), gracias esencialmente a la labor de dos ilustres europeístas como Robert Schuman y Jean Monnet y de la que formaron originalmente parte Francia, Alemania Occidental, Italia, Bélgica y Luxemburgo. Luego vino la ampliación como Comunidad Económica Europea (Tratado de Roma de 1957) y sucesivas ampliaciones hasta la Unión Europea, hoy integrada por 28 países.
Desde Escocia el escenario separatista se trasladará a Cataluña (España), donde a la luz de mi experiencia de mirar Europa desde adentro durante más de una década, me arriesgo a decir que sucederá algo parecido, aunque es más probable que los catalanes que opten por la continuidad en el reino español (el "No” en el futuro referéndum) superen apenas el 50 %. Una cosa que jamás se daría entre los partidarios de la permanencia de Cataluña en España es que opten por seguir bajo la monarquía de los borbones, encarnada hoy por el rey Felipe VI, el menor borbón de la historia española. Es muy baja en general la aceptación de la corona.
Por otra parte, siempre se ha escuchado decir en Barcelona (capital catalana) que sus habitantes son, con los vascos, los menos españoles del reino, y en tiempos de Franco estaba prohibido hablar catalán o vasco en público (tampoco gallego o valenciano). Hasta Sarmiento dedujo tras su visita en tiempos de una España "decadente”, según sus propias palabras (principios de la segunda mitad del XIX), que Cataluña era lo más europeo que tenía España.
En una entrevista que realicé en su despacho a Jordi Pujol, varios periodos presidente del gobierno (Generalitat de Catalunya), figura emblemática del nacionalismo catalán (hoy envuelto en un escándalo de denuncias por ocultamiento de bienes familiares ante el Estado español), aseguró que "a Cataluña le espera un futuro próximo en "libertad”. Como buenos "fenicios” que son, los catalanes hacen del negocio un arte y por ello han logrado del Estado español muchos beneficios, que hoy les sería muy difícil "reconocer” o "reintegrar” a España.
No vamos a decir aquí que a Cataluña no le conviene "irse” del Estado que hoy forman 17 comunidades autónomas, pues hay una corriente importante en ese sentido, pero se sabe que puesto en la balanza de los pro y contra del acto separatista, con la independencia no es mucho lo que se "gana” de acuerdo con decenas de análisis que se viene presentando a lo largo de las últimas dos décadas posteriores a la transición española.
Y al margen de todo, los separatismos han servido muy poco a Europa y otros lugares del mundo. Es más, muchos enfrentamientos estériles, entre ellos guerras fraticidas, se han provocado en nombre de nuevas banderas que poco ayudan al crecimiento de una región o de en este caso, del Viejo Continente.
(*) Periodista.