La beatificación de Pablo VI, (Giovanni Battista Montini), celebrada el domingo y proclamada por el Papa Francisco ha sido un momento de gran gozo eclesial. Jorge Bergoglio siempre ha sentido un afecto particular por este predecesor suyo. Fue el Pontífice que llevó a término el Concilio Vaticano II que había comenzado su predecesor Juan XXIII. El 27 de noviembre de 1970, en el Aeropuerto Internacional de Manila (Filipinas), recibió dos puñaladas por parte del pintor boliviano Benjamín Mendoza, que sufría de problemas mentales y que disfrazado de sacerdote intentó asesinar al Pontífice con una daga.
Anteayer fue presentada a Francisco, como una reliquia, la camiseta de lana ensangrentada que el Papa llevaba en esa ocasión. Fue el primer Sumo Pontífice en usar un avión en sus viajes y el primero que visitó los cinco continentes. Fue además el primer Papa en visitar Tierra Santa desde San Pedro. En Jerusalén, en 1964, se encontró con el Patriarca ortodoxo Atenágoras I, con quien celebraron el levantamiento de las mutuas excomuniones impuestas tras el Gran Cisma entre oriente y occidente, en 1054. Fue el último Pontífice en tener una ceremonia de coronación y el primero en prescindir del uso de la tiara, que era la triple corona que se colocaban los Papas sobre la cabeza para demostrar su poder. Se quitó esa corona haciendo comprender que la potestad del Papa no viene de un poder humano, y la vendió para ayudar a los pobres. Ejerció el ministerio sacerdotal durante 58 años. Creó cardenales a Karol Wojtyla, en 1967, y a Joseph Ratzinger, en 1977, quienes serían luego sus sucesores: San Juan Pablo II y Benedicto XVI, respectivamente.
Da un aire fresco a la Iglesia, que Francisco haya decidido agilizar las causas de estos verdaderos santos, que en muchos casos, han sido superados por otros, no por santidad manifiesta sino por lógica mundana: la del poder y de las influencias. Como señalamos en nuestro artículo precedente, Francisco realizó las "canonizaciones equivalentes”, para agilizar las causas de la mística Angela de Foligno, del siglo XIV, o del jesuita Pedro Fabro, del siglo XVI, entre otros. Es vergonzoso que hubieran tenido que pasar 600 años para recién declararlos santos. Frente a esto nos encontramos con la canonización de José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, o de su sucesor, Álvaro del Portillo recién beatificado en Madrid.
El primero, fallecido en 1975, fue beatificado en 1992 y declarado "santo” en 2002. El segundo, murió en 1994 y a nada más que 20 años es declarado "beato”. Mientras tanto, Pablo VI, fallecido en 1978, tuvo que esperar 36 años para que se lo beatificara. Da qué pensar, ¿no? En la carta enviada por Francisco el 27 de septiembre pasado al prelado del Opus Dei le decía que hay que encontrar un camino de santidad "en la sencillez” de vida.
Esto parece estar en contraposición con el pedido de parte de Escrivá de Balaguer, durante la dictadura de Francisco Franco, para que se le concediera mientras vivía, el título nobiliario de "Marqués de Peralta”. Así lo señala el historiador Ricardo de la Cierva en su libro "Los años mentidos”, publicado en 1993. También se puede leer en la página web: www.opuslibros.org. Se queda perplejo aún, cuando se sigue el relato de quienes han abandonado el Opus Dei por motivos increíbles dentro de esa institución. Basta hojear el texto de Carmen Tapia "Tras el umbral. Una vida en el Opus Dei”, o seguir los testimonios que aparecen en www.exopus.wordpress.com. La santidad implica la justicia. De ahí que no cabe más que solidarizarse con Antonio Esquivias, ingeniero, especialista en psicología emocional, quien en la página de información religiosa de España y del mundo "Religión digital”, en su edición del pasado viernes, denunció que el Opus no reconoce sus 27 años de trabajo en la "Obra”, y que "El Opus Dei deja a centenares de personas en situaciones de potencial indigencia”. Más aún, en la edición del 1 de octubre señala que tuvo que salir del Opus por la violencia que sufría en la dirección espiritual. Relata que él mismo se lo comunicó a Alvaro del Portillo, recientemente canonizado, quien lo cortó en seco diciéndole: "En el Opus Dei no hay discusiones”. Lo cierto es que frente a esas noticias prefiero la santidad de la Madre Teresa de Calcuta, que no pedía títulos de nobleza, sino que le enviaran más pobres, enfermos y abandonados para ayudar, promover y curar. Prefiero la santidad de José Damián de Veuster, canonizado por Benedicto XVI en 2009, que falleció entre los leprosos de Hawai, contagiado él mismo de lepra por no querer abandonarlos. Admiro la santidad del Papa Francisco, quien como escribió el periodista italiano Marco Politi en su libro "Francesco tra i lupi” (Francisco entre lobos), con su ejemplo de humildad, desprendimiento y pobreza está dando un nuevo aire en la Iglesia para sembrar el lenguaje de la inclusión que es el idioma del amor universal, y el único "carisma” que da vida.
(*) Escritor italiano.