Yo era niño. La imagen aún me conmueve. Mi padre llegó llorando a casa. Dijo que lo habían obligado a afiliarse al partido gobernante, de lo contrario le quitarían su magro puestito de empleado público. Cuando mi madre le preguntó qué iba a hacer, dijo algo así como "’no me traicionaré por nada”. "’Por nada”, posiblemente, era perder todo y exponer a su familia a un exilio interno, la desdicha por algún tiempo. Los cambios políticos le permitieron sostener su dignidad.

Casi niños, tuvimos la fortuna de ser contratados por una de las grabadoras más importantes del mundo, a la vez que una serie de actuaciones en un programa que conducía Julio Maharbiz por Canal 9, que reunía las principales figuras del folklore nacional. Pero para eso había que estar un mes en Buenos Aires. Nuestro cachet no fue considerado por nuestros padres. Sin embargo paramos todo ese lapso en un buen hotel de calle Suipacha. A los años supe que eso se había solventado con ahorros que mi madre juntó durante años, a pesar del sueldito de mi padre.

Mis padres fueron, simplemente, buenos seres humanos, educados con decencia y principios, y todo eso nos fue transmitido. Ese patrimonio moral le ganó con creces a la modestia económica. Pocas veces escuché que algo no se debía hacer. Fue suficiente el gesto o la mención indirecta con un significado ético un patrón de comportamiento.

Los tres hermanos somos profesionales universitarios. A la distancia, es difícil entender cómo pudo lograrse eso en un hogar humilde.

Perdimos muy joven a nuestro padre. Mi madre quedó a cargo de la familia, y las cosas que se resquebrajaron fueron remendadas con amor, pasión y sacrificios. Cuando mi madre llegó al geriátrico, fue como perderla. El cerco inexpugnable de las sombras que algunas veces teje la vejez, esa telaraña donde quedan atrapados los recuerdos y se escapa el presente, la había alcanzado. Comenzamos a divisarla en otra vereda, ella que se había esmerado en estar siempre tan cerca. Estaba cerrando la parábola de su vida y parte de la nuestra. Una empleada del geriátrico nos sugirió que le trajéramos grabaciones nuestras para halagarla y esperar su gesto. Cuentan que escuchó nuestra música y se puso contenta. Cuando le pregunté sobre eso, sin levantar la cansada cabeza dijo que antes cantábamos mejor. El "’antes” quizá fue el único reducto donde nos encontraba, su antiguo paraíso hoy hostigado por tinieblas y heridas, su gorrión helado, su flor rasgada, pero ante todo su lugar; o estaba segura que antes cantábamos mejor.