Esto pasó desde que un diario venezolano publicó en primera plana que a "La gasolina la echan con gotero”, un titular que enfureció al Gobierno al punto que le pidió a la Fiscal General del país poner preso y multar al matutino por decir "mentiras, cochinadas y crear zozobra en la población”, una medida que después adoptó se contra la televisora Globovisión, por un programa en la que se criticaba el desabastecimiento.
Maduro no es tonto. Bien asesorado por los cubanos, sabe muy bien que aunque se hable muy mal de él, pero que se hable, sigue siendo un instrumento formidable de propaganda y de enmascarar problemas mayores. Por eso Maduro en estas últimas semanas está apareciendo en todo lugar y con todo, casi de la misma forma omnipresente en que lo hacía Hugo Chávez.
Y como su antecesor bolivariano, Maduro lo hace sin vergüenza con tal de que su nueva noticia tape a la otra. Por eso mientras todos los medios y en el Congreso nacional los diputados opositores se desbocaban en contra de los poderes extraordinarios que pidió para convertirse en legislador, los sorprendió con la creación del nuevo juguete, que al estilo de la dictadura cubana, servirá para controlar, espiar y pedir información a todo el mundo sin discriminar, ya sean entes públicos como privados, porque todos, según su cosmovisión, deben velar por la patria.
Así anunció el nuevo mecanismo militarizado, que en directa y exclusiva comunicación con él, le permitirá combatir "al enemigo interno”: Se trata del Centro Estratégico de Seguridad y Protección de la Patria (CESPPA), cuya justificación remontó al día en que expulsó a tres diplomáticos estadounidenses acusándolos de conspiración, por el solo hecho de reunirse con representantes de ONGs y legisladores de la oposición del interior del país.
El CESPPA, así como todos los demás elementos de control importados de La Habana, tiene el simple propósito de intimidar, con la intención de que se practique la autocensura y autorregulación periodística ante las críticas y opiniones.
Se puede decir que Maduro ni es estadista ni lúcido gobernante, la economía y la política venezolanas son prueba de ello. Pero sí es un aplicado alumno de la propaganda más burda, aquella que dio sus frutos durante la Guerra Fría y que, aunque esté descompasada con los tiempos modernos de Internet, puede ayudarle a creerse amo y señor, sintiéndose que tiene la sartén por el mango.