López de Gomara en la dedicatoria al emperador Carlos de Hasburgo, de su "Historia General de Indias”, decía que una de las mayores cosas después de la creación del mundo, fue el descubrimiento de las Indias. Con el esplendor que le concede la perspectiva histórica y el inevitable proceso de comparación entre la obra de civilización cumplida por España en buena parte de América, y la llevada a cabo por sectores europeos en otros continentes y latitudes. Castilla y Aragón, Isabel y Fernando, eran cuatro nombres elegidos para tutearse con lo extraordinario; para ponerse a la cabeza de los proyectos más osados y ser a la vez protagonistas y autores de la Historia. Fue en 1492 cuando la cruzada reconquistadora expulsó del solar patrio a árabes y moros, quienes lo habían ocupado desde el año 711. Fue también en 1492 cuando comenzó para la humanidad, la epopeya de la conquista de islas y continentes desconocidos de América y Oceanía. Y, por si algo faltase, recordemos que en ese año se imprimía la primera gramática de la lengua castellana escrita por Elio Antonio de Nebrija para que "los pueblos de naciones y peregrinas lenguas, aprendan el idioma de su vencedor”. Se cumplía así una vez más el antiguo aserto: "la gloria de la espada trae detrás la gloria de la lengua”. En pos de los descubridores y conquistadores, en pos de hazañas y victorias, llegaron los poetas y prosistas del siglo de oro para cantar a unos y otros.

Exaltar los horrores de la conquista y la injusticia es inexacto y tendencioso. Deben quedar atrás tanto el indigenismo como el hispanismo exagerado.

¿Qué es la raza? Para algunos, conceptos biológicos, para los españoles una unidad de destino en lo universal. Y esto fue lo que motivó tras el descubrimiento de las nuevas tierras, explorarlas, conquistarlas, civilizarlas y poblarlas. Su consecuencia fue producir el trasplante del mundo religioso, cultural y científico en América. Charles F. Lummis afirmó que "jamás vio el mundo antes ni ha vuelto a ver después, una centuria de exploraciones y conquista tales”, para agregar que "ni otra nación madre dio jamás a luz cien Stanleys y cuatro Julio Césares en un siglo”. Muchos fueron los consejos dados a los reyes para desalentarlos a realizar semejante empresa, aduciendo peligros, enfermedades e incertidumbres. Sin embargo, esto no los hizo cambiar su decisión. Alentado por sus reyes, todo un pueblo se lanzó en pos de la proeza. Por detrás y por delante de petos y armaduras, en pos de la espada y la Cruz o predicándola tomaron posesión el clérigo o el monje, el maestro y el astrónomo, el minero y el artesano, y el segundón ansioso por alcanzar la fortuna que el mayorazgo le impedía. Así se compuso la epopeya, bordada sobre claros y oscuros, hasta entonces no concebida ni por el más audaz de los Homeros. Bien juzgó lo realizado el abate Mourret cuando dijo "no obligaba a los españoles tan sólo el afán de la gloria o el lucro. No se hallaban ni limpios ni libres de ambas pasiones”. Exaltar los horrores de la conquista y la injusticia es inexacto y tendencioso. Deben quedar atrás tanto el indigenismo como el hispanismo exagerado. La relevancia está dada por su secuela más original: la fusión, la mezcla, que es lo que da identidad a nuestros pueblos. Los que representaban a uno y otro mundo fueron seres humanos que tenían en común la naturaleza humana, y es precisamente la condición humana la base de las fusiones que harán a lo largo del tiempo.

 

Por Carlos R. Buscemi    Escritor