"En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: ‘No tengan miedo de los hombres, pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo les digo en la oscuridad, díganlo ustedes a la luz; y lo que oyen al oído, proclámenlo desde los techos. Y no teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; teman más bien a aquel que puede llevar a la perdición del alma y cuerpo en la Gehenna. ¿No se venden dos pájaros por unas monedas? Ahora bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento del Padre de ustedes’" (Mt 10,26-33).

En este domingo XI del Tiempo durante el año el tema dominante del evangelio es que Cristo nos libera del miedo. Como las enfermedades, los miedos pueden ser agudos o crónicos. Los miedos agudos son determinados por una situación de peligro extraordinario. Si estoy a punto de ser atropellado por un coche, o empiezo a notar que la tierra se mueve bajo mis pies por un terremoto, se trata de temores agudos. Como surgen de improviso y sin preaviso, así desaparecen con el cese del peligro, dejando si acaso sólo un mal recuerdo. No dependen de nosotros y son naturales. Más peligrosos son los miedos crónicos, los que viven con nosotros, que llevamos desde el nacimiento o de la infancia, que se convierten en parte de nuestro ser y a los cuales acabamos a veces hasta encariñándonos. El miedo no es un mal en sí mismo. Frecuentemente es la ocasión para revelar un valor y una fuerza insospechados. Sólo quien conoce el temor sabe lo que es el valor. Cuando se transforma en ansia: Jesús dio un nombre a las ansiedades más comunes del hombre: "¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?" (Mt 6,31). El ansia se ha convertido en la enfermedad del siglo y es una de las causas principales de la multiplicación de los infartos. Vivimos en el ansia, ¡y así es como no vivimos! La ansiedad es el miedo irracional de un objeto desconocido. Temer siempre, de todo, esperarse sistemáticamente lo peor y vivir siempre en una palpitación. Si el peligro no existe, el ansia lo inventa; si existe lo agiganta. 

Pero dejemos de describir nuestros miedos de distinto tipo e intentemos en cambio ver cuál es el remedio que la Buena Nueva de hoy nos ofrece para vencer nuestros temores. El remedio se resume en una palabra: confianza en Dios y creer en la providencia. La verdadera raíz de todos los temores es el de encontrarse solo. Padre de familia, martirizado a los 36 años en tiempos de Hitler, el laico Franz Jägerstätter, por sus firmes convicciones, representa un aliento en la actualidad, en la que no faltan manipulaciones de conciencia. Había nacido en 1907. Casado y con tres hijas permaneció fiel a las enseñanzas del Evangelio. Llamado a las armas en 1943 en pleno conflicto mundial, declaró que como cristiano no podía servir a la ideología hitleriana y luchar en una guerra injusta, y todos sabían, sus amigos y también su párroco, adónde le llevaría esta postura. Ya había rechazado ser alcalde en 1938, tras la anexión de Austria a la Alemania nazi. "Escribo con las manos atadas, se lee en su testamento, fechado en julio de 1943, pero prefiero esta condición a saber encadenada mi voluntad. No es el miedo ni la prisión, ni las cadenas, ni una condena las que pueden hacer perder la fe a alguien o privarle de la libertad". Fue guillotinado el 9 de agosto de 1943, en Berlín. Las dificultades no son motivo para desesperar o temer, sino ocasiones providenciales para mostrar el coraje que da la coherencia de la fe.

No podemos sin embargo dejar el tema del miedo en este punto. Resultaría poco próximo a la realidad. Jesús quiere liberarnos de los temores y nos libera siempre. Pero Él no tiene un solo modo para hacerlo; tiene dos: o nos quita el miedo del corazón o nos ayuda a vivirlo de manera nueva, más libremente, haciendo de ello una ocasión de gracia para nosotros y para los demás. Él mismo quiso hacer esa experiencia. En el Huerto de los Olivos está escrito que "comenzó a experimentar tristeza y angustia". El texto original sugiere hasta la idea de un terror solitario, como de quien se siente aislado en una soledad inmensa. Y la quiso experimentar precisamente para redimir también este aspecto de la condición humana. Desde aquel día, vivido en unión con Él, el miedo, especialmente el de la muerte, tienen el poder de levantarnos en vez de deprimirnos, de hacernos más atentos a los demás, más comprensivos; en una palabra, más humanos.

 

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández