Arde en fogatas de triunfo el carnaval sanjuanino. Los clubes de barrio le ponen a la gran fiesta su propia impronta, por eso cada uno tiene lo suyo, su personalidad, su marca. La gente de cada barrio trabajaba casi un año para formar su murga, comparsa o tener el disfraz que le permita ser ese otro ser que soñó y corretear inmensamente feliz por el corso esos días en que el Rey Momo se instalaba a prestigiar estos pagos.

"...la Libanesa fue casi un ícono. Una comunidad de buena gente se encargaba... de montar un carnaval de oro en un edificio de formas y detalles sublimes".

Entre tantos bailes populares, la Libanesa fue casi un ícono. Una comunidad de buena gente se encargaba todos los años de montar un carnaval de oro en un edificio de formas y detalles sublimes.


No recuerdo que haya sido necesario o habitual contratar para esas veladas ningún artista u orquesta consagrados. El baile se basaba en grabaciones de música de moda que inundaba los diversos salones con diversos géneros según el piso o la sala. Por eso, había para todos los gustos y quizá ése fuera uno de sus mayores aciertos.


Tengo clavada en la memoria emocional la sutil fragancia que divulgaban en el aire los tubitos de vidrio de los lanzaperfumes y los mares de espuma que iban a parar generalmente al rostro de las muchachas.


Fuera del brillo de estos festejos, los días de semana, en el sótano del magnífico edificio, las mesas de billar o casín eran copadas por reconocidos campeones como mi amigo Carlitos León. Y en el escenario del salón principal muchas veces volcamos nuestra música nativa en peñas memorables.


Tiempos del Salón Pons, las tiendas La Favorita, Gath y Chaves, la Casa Chait, Al gran Barato San Juan, Casa Tormo, Electrohogar, Casa Lara, La Ideal o El Imán, donde compré un humilde traje azul brillante que, de tan humilde, tenía que planchar casi todas las semanas, pero era mi orgullo.


Tiempos aquellos de la disquería Recital en la Galería Estornell, de la gran Peña de Flamingo y la pléyade de Night Club de los barrios donde tanteábamos las ilusiones del amor adolescente en esos adorables lugares de poca luz y lucecitas de dolores.


Bailes de la Libanesa. Jornadas de brillo y vértigo para homenajear un carnaval que nos enorgullecía ante el país. Madrugadas de un febrero apacible que nos desperdigaban por calles sin sorpresas ni peligro. Otro tiempo, otra vida. Seguramente, por esas escalinatas donde la cultura árabe y morisca nos transporta a mundos que se trasplantaron al nuestro a partir de su arte y la bonhomía de sus emigrantes, aún se incorpora desde todos sus rincones el aroma de orgullosas jornadas de luz.