Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?'' Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.'' E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?'' Ella le respondió: "Nadie, Señor'' "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante'' (Jn 8,1-11).


¡Un relato simple, breve, denso en significación, pero lleno de sorpresas! En el centro del grupo, como figura principal se encuentra una mujer sorprendida en adulterio. No tiene nombre. Para los escribas y los fariseos ella no es una persona, sino una "cosa'' que se manipula e incluso se la puede llevar a la muerte. Una mujer sobre la cual los hombres pueden ejercer la máxima de las violencias. Una mujer herida en su dignidad de persona, en su grandeza e inviolabilidad, y contra la cual los defensores de Dios cometen un pecado más grave que el pecado que desean castigar. Se trata de los hipócritas de siempre: miran las sombras de vida de los demás acusando, pero exigen a los otros que ignoren los múltiples y graves pecados personales, absolviendo. Condena para los otros; indulgencia para sí mismos. La ley castigaba con la lapidación a una mujer adultera. Los escribas y fariseos quieren sentir el parecer de Jesús: por eso preguntan, pero no con sinceridad sino para poner una trampa. Los fariseos ubican a la mujer "en medio'', humillándola y acusándola. Jesús no la interroga sobre su vida, aunque la saca del centro de la muerte. No la humilla sometiéndola, sino que la libera perdonándola. El centro del relato evangélico es la misericordia.


Es curioso que Santo Tomás de Aquino, en su "Suma Teológica'', en la primera parte que dedica al estudio de Dios en sí mismo, de sus atributos y de su obrar, destinando una cuestión a cada uno de los atributos considera conveniente tratar de su "justicia'' y su "misericordia'' en una sola. Es que, aún en el hombre, la misericordia es algo que se integra a la justicia, como cuando un deudor que, en estricta equidad, ha de devolver una suma a un acreedor, porque lo ve en mala situación le retorna cinco veces más. Esa misericordia, ciertamente, supera lo justo, pero de ninguna manera se le opone. Y en Dios, más aún, porque su misericordia antecede a toda justicia. La criatura procede justamente en la medida en que se deja guiar por su saber y sus normas. Pero ¿la misericordia? ¿No parece ser un atributo demasiado humano? Se dice misericordioso, afirmaba San Agustín, al hombre que tiene el corazón lleno de miseria: "miserus-cor'', en latín. Pero no de la miseria propia, sino de la que, por compasión, vive por el otro. El misericordioso es aquel que sufre la tristeza ajena como propia y trata de paliarla como si fuera de él. A Dios, ciertamente, en su infinita beatitud, no le corresponde, estrictamente, entristecerse. Pero sí cabe a la bondad de Dios el tratar de remediar la tristeza y las carencias ajenas. Por ello, según el mismo Santo Tomás de Aquino, aunque Dios no pueda sentir dolor, la misericordia "le compete máximamente; pues lo único capaz de remediar las tristezas y carencias son los bienes, y el primer origen de toda bondad y todo bien es, precisamente, Dios''. Y así Santo Tomás explica: "el origen de toda perfección, valor y bien en este mundo es la bondad de Dios''. En cuanto esas perfecciones y bienes se dan de acuerdo al orden y a la sabiduría divina, emanan de su justicia. Pero en cuanto lo que concede lo sea a modo de remedio, de superación de penas, carencias o dolores, viene de su misericordia. La justicia humana para ser auténticamente justa debería ajustarse a la justicia y, por supuesto, también la misericordia de Dios. Porque si es verdad que la misericordia es la plenitud de la justicia, también es verdad que sin justicia no puede haber misericordia. Aquí los protagonistas únicos son Jesús y la mujer, 'la misericordia y la miseria'' como decía Agustín y, de este encuentro, nunca sale condenación, vituperio, castigo, sino perdón y cambio de vida. Aprender y ejercer la exquisitez de ese perdón divino es uno de los desafíos de Cuaresma.