"La tarde empieza a llover; crece un aroma otoñal; y la lluvia, tras los techos, parece llorar...".


Para el habitante de Buenos Aires, llover es un goteo mortificante. Para nosotros la lluvia es bálsamo, entretejido de poemas, se disfruta, se espera, se extraña. De todos modos, siempre, la lluvia, en cualquier lugar del mundo, puede ser el sostén de un sentimiento dulce. ¡Quién no le ha cantado, quién no le ha dedicado afanes o ha llorado un poco con ella! Arsenio Aguirre, célebre autor de "Guitarra trasnochada", una noche de hace muchos años, entre bambalinas, antes de su actuación, nos confiaba uno de sus últimos temas, que al poco tiempo sería popular. Refería la lluvia y una historia suya, de amor furtivo, una fría y cobriza tarde de junio en Buenos Aires: "La tarde empieza a llover; crece un aroma otoñal; y la lluvia, tras los techos, parece llorar... En qué frontera enlutada, tu incomprensión reinará; el fantasma de tu orgullo nos viene a quitar, esta tarde, tuya y mía, lluvia de la intimidad".


La partida de una novia o un amigo, en tarde lluviosa, es más triste y casi final. El tren que en un crepúsculo de llovizna, se lleva, entre pitazos y humo agrio, un rostro que ha sido parte de nuestra vida, puede resultarnos un modo de quedar en pena, renguear sentimientos hondo, sobre todo porque esa tarde nos damos cuenta de que no nos hemos dicho todo lo esencial. "Me gusta caminar cuando la lluvia parece que se hundiera en los rincones; entonces recordar tu tibia boca y el profundo marrón de tu mirada...", describe Daniel Toro en una de sus bellas zambas.


La lluvia nos lava los restos del alma que suelen derramarse en los ojos y la sonrisa cuajada; nos somete al rito de la humedad, por el cual las cosas no son tan sólo eso sino también el espejo de algunas lágrimas; es el costado sensual y romántico de la lluvia. Pero ella puede tocar otras fibras; baste imaginar qué rol juega en humildes, despojados hogares, acribillados de una sin razón de goteras; de qué modo se erige en flagelo de la gente de la calle; cómo arremete contra la ternura de los nidos, en la intemperie de árboles despojados. 


Recuerdo que acababa de llover. Entonces me pareció hermoso salir a correr por el parque. Había dado una vuelta y paré a elongar; fue cuando vi el pequeño pajarillo a un costado del sendero elegido, temblando, con el piquito abierto hacia arriba, buscando yo no sabía qué misterio. La siesta era abrasadora; no me animé a alzarlo, se lo veía mal; seguramente la lluvia lo había arrancado del árbol. Acaricié su desprolijo plumaje y le dejé en el pico una gota de agua. No hizo ningún movimiento que aprobara mi acción, pero se quedó mirándome profundo. Seguramente por cobardía, decidí dar una vuelta más y retornar a verlo. No pude soportar lo que parecía su agonía. Cuando llegué, tenía los ojos cerrados. Lo alcé con cuidado. La nube deshilachada de su cuerpecillo leve lo dijo todo. La lluvia había cesado y se pronunciaba en la tarde inaugural un silencio de todas las cosas. Entonces volvió la lluvia que había cesado; por mis agraciados ojos de poder llorar la muerte de un ser inocente, goteó y goteó sumisa, y todo el paisaje se me nubló en responsos de un ser despedido. 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.