"...sus manos engendrantes se hicieron golondrinas luminosas en cada canción que se le confiaba...''

Se fue tranquilo con la vida, parejito de tonadas, cuecas y valses cuyanos. Los prodigios de su enorme guitarra hacedora han quedado amarrados al mundo de Dios, donde bien están las cosas dignas y ejemplares. 


San Juan debe muchos reconocimientos. Generalmente no se ama y premia del modo que corresponde a quienes nos dan lustre hacia afuera. Y no digo cuando el agraciado con el talento se fue, digo cuando está entre nosotros, regocijante de vida y posibilidades de seguir prestigiándonos. San Juan muchas veces olvida sus ídolos, sabiendo que lo son y colocándolos a la zaga de los de afuera. Es hora de recomponer el orgullo, de darnos el lugar, de no privarnos del merecimiento, de dar al César lo que es del César.


Se ve en otros lados una especie de reverencia (debido respeto fundamental, digamos) por los comprovincianos que se destacan y que, justamente por eso, honran a su tierra ante el mundo. Hasta hemos sufrido un trato de algún modo preferencial hacia los coterráneos de lugares donde hemos cantado. Todo algún día puede pasar, caer en el balcón de los olvidos, el pasado sin brillo, menos la obra de los artistas. Ellos han engalanado una tela, honrado una danza, construido un poema triunfal, creado una canción que vuela y vuela sin límite por el sentimiento y el mundo; eso los hace invencibles.


Conocimos bien a Enrique Barrera ("Barrerita'', para muchos). Grabamos con él tres discos larga duración en diversos sellos nacionales o internacionales. Brilló con los entrañables Caballeros de la Guitarra, entonces integrados por él, Ernesto Villavicencio y Pedrito Gómez, a los que solía agregarse el guitarrón del gran Pocho Peralta. Su presencia mansa y su bocadillo justo, le servían para que no dudáramos que nos encontrábamos ante un hombre de gran mansedumbre y calidad humana. Y cuando entre sus dedos se le enredaba un ruiseñor, el duende del gran artista le saltaba cadenciosos en arco iris desde su cuyana guitarra.


Este grupo fue único. Fueron dueños de un sonido emparentado con los pájaros de acá, amarrado a innumerables ensoñaciones gestadas en serenatas, centrado en el corazón del mundo. Su magia fue mantenida y respetada a rajatabla por sus sucesivos integrantes, como si fuera imposible integrar el conjunto sin enaltecer su historia; mérito inocultable de todos sus ejecutores. Con el tiempo, se le incorporaron Patricio Álvarez, Ángel Dávila y Avelino Cantos.


Uno siempre acaricia en su pensamiento la ansiedad de saber en qué lugar de su casa quedó la guitarra de quien ha callado, vibrando como atolladero de espíritus, pariendo en silencio infinitas canciones que nadie puede escuchar pero que imaginamos, porque existen. Una guitarra sin ejecutor, sin cantor no es un río que antes fue comparsa y luego ausencia. Tiene demasiada vida adentro y afuera como para rendirse ante la alternativa de la muerte.