
Enmarcado en delgada madera, el retrato del abuelo paterno ocupa un lugar importante en la casa; casi desde cualquier lugar se lo ve. Es muy parecido a Hugo. No lo conocimos porque murió muy joven. Sus ojos profundos penetran rincones del hogar, y subido al gris de gorriones inmemoriales se vuelan seguramente a su Carpintería, donde fundara el reino de una familia.
Mirarlo es colocarse frontal a los otoños en el alero de la vieja morada que conocemos sólo por el relato de mi padre; pisos de tierra apisonada, aparador opaco, amplia mesa de álamo de la zona, para contener los sueños de varios polluelos y una madre apacible que también muriera joven. Llega el viento del norte como fogonazo. Hay que cerrar las viejas puertas castigadas y cobijarse en la quietud de la salita. Afuera cruje el potrero y el arado extenuado ha quedado descansando quimeras al costado del callejón por donde huyen calandrias asustadas. Mañana será el aire fresco del sur corriendo el telón de la mañanita por sobre un escenario donde el zorzal ama la vida y las tortolitas nos asumen la ternura.
Dicen que cuando cae la noche, el espíritu del viejo sauce que murió a los 60 años anda sobrevolando potreros, como todo lo hecho para servir a la vida. "A levantarse, que el sol está alto”, grita mi abuelo a las 6 de la mañana, y las venas del viento comienzan a desperezarse para que los pichones de la casa tomen un yerbeado ardiente mientras observan los partos del Este, donde la aurora comienza a derrapar entre algodones, para herirse brevemente y hacerlos partícipes de su cobre derramado hacia la extensa jornada de melgas vírgenes y rocío.
Mi abuelo ha vuelto de la tarde enamorada, manos de algarrobo y barro. Sabe bien que todo esto por una vida en dignidad ha de rendir frutos mucho más dulces que las moscatel y los higos; sospecha que ha de tener un lugar entre los buenos, porque bueno es quien construye; quien construye ama y quien ama se salva y de algún modo nos rescata.
Allá por Carpintería una casona murmura por las noches que no ha de morir jamás. Un hogar de pobres y soñadores sobrevuela la memoria y los viejos álamos, mientras el fantasma de un sauce de 60 años, que ha muerto hace mucho tiempo, me susurra que aunque no haya visto nunca esa casa, es imposible olvidarla, edificada en los relatos de mi padre.
