"...el volantín tomó el aire por la cresta, exigió la piola con vehemencia..."


Mi padre traía bajo el brazo el extraño rollo. "Es papel manteca, para un volantín", dijo. ¡Nosotros construyendo esos enormes pájaros de larga cola y hermosos colores, y verlos elevarse en el cielo! Al papel le agregó una caña partida en lonjas de un centímetro para la estructura, el hilo para los bordes, la tela de color para la cola y el piolín; mejor si era piola de trompo, por lo resistente. Por esa rienda el volantín perseguiría las alturas en soplos del viento; se haría pájaro y estrella, prolongación de nuestros brazos prodigiosos.


Mi padre comenzó su obra. Había conseguido un hermoso papel rojo. Pegó en sus bordes con engrudo el fino hilo e hizo un dobladillo. Cuando secó, sumó la caña tensada para darle forma, puso la cola y el piolín; y esa tardecita que parecía flotar en leve brisa, nos fuimos al campito. Había poco viento. Tomó mi padre con una de sus manos su obra y con la otra el ovillo de piola; corrió en dirección opuesta al viento y cuando el papel comenzó a tiritar, crujir, gemir, convocar la dulce ansiedad, lo lanzó a las alturas como quien libera un jilguero y fue soltando de a poco el hilo. El barrilete se elevó levemente, hizo unas cabriolas y fue necesario que mi padre corriera más para que alzara vuelo; y, ante nuestro estupor, subió unos metros más por el desfiladero de la impaciencia; quedó un instante suspendido en el poniente y cayó en picada, crujiendo sus frágiles huesos de caña y brisa. No había viento suficiente para su liberación, su búsqueda de la estrella, su aventura de duendes voladores que nos regalaría. 


La tarde del domingo exhalaba una brisa fresca. Los iviñas y cuyanas jugaban al amor en su regazo. Allí estábamos de nuevo con nuestra ansiedad. En la altura, otro volantín hacía cabriolas, lejísimo, leve colibrí de extensa cola azul. Si había subido, ¿por qué no el nuestro? "Cuando el viento crezca, hay que soltarle piola y correr en dirección opuesta para que se eleve", aseguró mi padre. Tomó la roja rosa de papel en una mano y en la otra el piolín. La lanzó a los aires y ella se sacudió furiosa. "¡Hay buen viento!", agregó encendido mi padre y corrió hacia atrás por el potrero, a la vez que tiraba el ovillo al suelo y de este modo liberaba mejor el hilo. El rollo rodó frenético por el piso; saltó las piedras, se fue achicando como si perdiera hojas y por fin desapareció, dejando al descubierto el palito al cual se había abrazado mi padre fuertemente. En un viaje infinito, una mirada luminosa de nuestros ojos, el volantín tomó el aire por la cresta, exigió la piola con vehemencia, se paró en el horizonte y quedó casi inmóvil en el pecho de la tarde. Ya grande, recordaría en un vals: "... Saber que no hay más barrilete por sobre el nogal y abrirse el pecho de nostalgia, lejos del hogar".

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.