La Iglesia se reúne esta noche para comenzar el Triduo Pascual, corazón del año litúrgico. El evangelista San Juan comienza su relato de cómo Jesús lavó los pies de sus discípulos con un lenguaje especialmente solemne: "Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). En esta noche hacemos memoria de la "hora" de Jesús, hacia la que se orientaba desde el inicio todo su obrar. San Juan describe con dos palabras el contenido de esa hora: "paso" (en griego: metabainein) y "amor" (ágape). Estos dos términos se explican mutuamente. Ambos describen juntamente la Pascua de Jesús: cruz y resurrección, crucifixión como elevación, como un "pasar" de este mundo al Padre. Con la expresión de que nos amó "hasta el fin", San Juan remite anticipadamente a la última palabra de Jesús en la cruz: "todo está cumplido". En la "hora" póstuma, Jesús revela el amor extremo de un Dios que se entrega al hombre. Es que la medida del amor es amar sin medida.


Dios ama a su criatura, el hombre. Lo ama también en su caída y no lo abandona a sí mismo. Él ama hasta como sólo Dios puede hacerlo: hasta el fin. Mientras nosotros acostumbramos a amar hasta medio camino y mientras no exija demasiado sacrificio o renuncia, él ama sin calcular las consecuencias. Lleva su amor hasta lo inimaginable: baja de su gloria divina. Se desprende de sus vestiduras de Dios y se reviste con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante nosotros y desempeña el servicio de la servidumbre. Lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos haciéndonos dignos de sentarnos a su banquete. Sólo el amor tiene la fuerza para purificar y elevar. Día tras día necesitamos de su lavado ya que nos cubrimos de muchas clases de suciedad interior.


Reflexionemos sobre otra frase de este inagotable pasaje evangélico: "Les he dado ejemplo. También ustedes deben lavarse los pies unos a otros" (Jn 13,14-15). Lavamos los pies cada vez que nos inclinamos y curamos las heridas de quienes sufren la pobreza, la muerte de un ser querido, o la ausencia de sentido de la vida. Pero hay un testimonio que no quiero obviar. Me refiero al sacerdote belga Damián de Veuster (1840-1889), de la Congregación de los Sagrados Corazones, conocido como "el apóstol de los leprosos". Fue canonizado por Benedicto XVI el 11 de octubre de 2009. El día de su consagración sacerdotal escribía a sus padres: "Ya soy sacerdote, ya soy misionero. No tengan la menor inquietud por mí. Porque cuando se sirve a Dios, se es feliz en cualquier parte". Este hombre pidió ir a trabajar con los leprosos de la isla de Molokai, una de las islas Hawai, conocida en ese entonces como "el cementerio viviente". Vivir con los leprosos era una prueba muy fuerte, superada sólo por el amor a Jesucristo, como lo confiesa él mismo: "Resultaba repulsivo verlos, pero tienen un alma rescatada con la sangre del Salvador. Ayer por la mañana, después de auxiliar a un leproso en su pequeña jaula, fui a casa como un borracho, no podía tenerme en pie, porque su aliento fétido había afectado mi cerebro". El santo, para no demostrar desprecio a sus queridos leprosos, los tocaba, los abrazaba, vendó sus heridas, amputó cuando fue necesario sus dedos y sus pies, no mostró ningún signo de repulsión ante sus desfiguraciones. Y sucedió lo que tenía que suceder: que se contagió la lepra. 


El Jueves Santo, Jesús se donó a sí mismo en la Eucaristía. Después de bendecir, el Señor parte el pan y lo da a sus discípulos. Partir el pan es el gesto del padre de familia que se preocupa de los suyos y les da lo que necesitan para la vida. Pero es también el gesto de la hospitalidad con que se acoge al extranjero, al huésped y se le permite participar en la propia vida. Dividir pero para compartir, eso es multiplicar para unir. En esta noche también nos dejó el mandamiento del amor. Los santos lo cumplieron sin complejos. Teresa de Calcuta relata que en esa ciudad salían de noche y recogían siempre cuatro o cinco personas de la calle y las llevaban a la Casa del Moribundo. Una de ellas estaba muy enferma y ella quiso cuidarla personalmente. Y continúa: "Hice por ella todo lo que me dictó mi corazón. Cuando la coloqué sobre la cama, me tomó la mano por un tiempo. Había en su rostro una sonrisa maravillosa. Sólo me dijo una palabra: "gracias" y se murió. Aquella mujer me dio mucho más de lo que yo le había dado. Me dio su corazón agradecido". El amor incluye, no excluye. Multiplica y suma, no divide. Acerca, no aleja. Comprende, no juzga.