­La liturgia de la Iglesia, hoy nos hace dar un salto de treinta años. Hoy celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. Esta celebración nos debería hacer pensar en la grandeza de ese primer sacramento que hemos recibido, en su gran mayoría, cuando éramos muy pequeños. Se dice que San Vicente Ferrer, el célebre santo español, cada vez que volvía a su pueblo natal luego de misionar en otras regiones, lo primero que hacía era dirigirse al templo en el que había recibido el Bautismo, besaba la pila bautismal en la que fue hecho hijo de Dios, y se arrodillaba a dar gracias por ese hecho trascendente en su vida. En esta ocasión quisiéramos reflexionar sobre un tema que resulta clave. El Bautismo nos incorporó a la Iglesia; por él somos cristianos y en ella nos alimentamos para proclamar lo que creemos. Frente a quienes hoy hacen manifestaciones de protesta porque quieren renunciar a su fe y piden ser borrados de los libros de bautismo de las parroquias, los creyentes no debemos dejarnos intimidar ni acomplejar. Así como nadie se realiza en su vida individualmente y sin los otros, lo mismo sucede en el plano de la fe. No decimos "creo'', sino "creemos'', ya que formamos parte de un Pueblo que es de Dios y que se llama Iglesia.

Debido al influjo de la nueva ideología del secularismo, decir hoy que se cree en la Iglesia o que se la ama de verdad, es algo que no está de moda. Lo habitual es hablar de ella con desprecio, demostrando así una jactanciosa autonomía y libertad que parecieran dar cierto status de privilegio sobre los creyentes. La verdad es que un cristianismo sin Iglesia sería cualquier cosa menos cristianismo. Por eso es que quisiera resumir aquí las razones por las cuales, quienes somos católicos, creemos y amamos a la Iglesia. La primera es que ella salió del costado de Cristo. Jesús hubiera podido predicar él solo su mensaje, pero quiso rodearse de apóstoles, y a ellos les encargó la tarea de continuar su obra. Por esa comunidad de creyentes, murió. ¿Cómo podríamos hoy amar a Cristo sin amar también las cosas por las que Él dio su vida? Lo cierto es que la Iglesia fue y sigue siendo la esposa de Jesús. ¿Podríamos amar al esposo, despreciándola a ella?

La segunda razón por la que amamos a la Iglesia es porque ella nos ha dado a Cristo y cuanto sabemos de Él. A través de una larga cadena de creyentes con sus aciertos y sus falencias, ha llegado a nosotros el recuerdo de Jesús y del Evangelio. Es cierto que los cristianos, a lo largo de los siglos, han ensuciado mucho ese mensaje de Jesús, pero también es verdad que todo lo que conocemos de Jesús se lo debemos a ella. La Iglesia no es Cristo, ya lo sabemos. Jesús es el fin y el absoluto. La Iglesia sólo es el medio. Incluso cuando en el Credo decimos: "Yo creo en la Iglesia'', lo que realmente queremos decir es que "creemos que Cristo sigue estando en ella''. Lo mismo que cuando afirmo que bebo un vaso de agua, lo que bebo es el agua, no el vaso. Pero ¿cómo bebería yo esa agua si no tuviera el vaso?

La tercera razón por la que creemos en la Iglesia, son sus santos. Sabemos que en la historia cristiana ha habido una inmensa mayoría de bautizados que no han estado a la altura de lo que este nombre implica, pero también es cierto que nunca ha faltado ese hilo de la santidad que llega hasta nosotros. Cuando subimos a un tren sabemos que la historia del ferrocarril está llena de accidentes. Pero no por eso voy a dejar de usarlo para desplazarme. Tenía razón Bernanos cuando escribía que "la Iglesia es como una compañía de transportes que, desde hace dos mil años, traslada a los hombres desde la tierra al cielo. En dos mil años ha tenido que contar con muchos descarrilamientos, con una infinidad de horas de retraso. Pero hay que decir que gracias a sus santos, la compañía no ha quebrado''.

La cuarta razón es porque en ella se acepta a gente imperfecta para ofrecerle allí los medios de santificación; gente pecadora para que recibiendo el perdón podamos perdonar; desgraciados para que bañados por la gracia divina podamos salvarnos y salvar a otros. Lo ideal sería que en vez de criticar a la Iglesia nos criticáramos un poco más nosotros, y analizando todos los bautizados nuestros defectos, tendiéramos a brindar una imagen más transparente de Jesús.

Pero la quinta y definitiva razón por la que creo y amo a la Iglesia, es porque sé que literalmente es mi madre: ella nos amamanta a diario, nos transmite la fe, nos engendra constantemente con el perdón de los pecados y nos alimenta con su Eucaristía. Por eso nos debiera gustar ser como San Atanasio que "se abrazaba muy fuerte a la Iglesia como un árbol se agarra al suelo''. O poder decir como Orígenes, que "la Iglesia ha arrebatado mi corazón, porque ella es mi patria espiritual, ella es mi madre y mis hermanos''. Ojalá pudiéramos proclamar con sano orgullo, lo que al morir decía Santa Teresa de Jesús: "¡Al fin muero hija de la Iglesia!''.