Mi madre hace estallar sus palmas en el cielo. Desde allá y desde su pasado de amor la escucho. Su voz perfumada de glicinas y rosas tempranas nos anuncia que ya está listo el arroz con leche. Corremos con Hugo y Delia hasta una mesa celeste que está servida con manos generosas, persuadida ella del deber cumplido, admirada la mesa con el brillo de satisfacción de sus ojos miel; sublime deber de prodigar cariño por todos los espacios y sonidos de la sencilla casa.


Entre tantas cosas que por ahí leí sobre el arroz con leche, una me conmovió: "postre con gusto a infancia''.

La cuchara entra jubilosa en el opaco y níveo lago del plato repleto; tropieza con una cáscara enorme de rubia canela o una rodaja de limón o naranja que le dan al manjar el sabor de las cosas cordiales, pero, por sobre todas las cosas, el aroma del hogar. Humilde comida ésta que repasa nuestras historias en días neblinosos de la memoria, pero ardientes al corazón. El arroz con leche nos sobrevive, se nos anticipa a la vida y persiste en la mesa cordial como una delicia parida por el cariño de muchas madres.


El heladero aprieta fuerte, desde el reclamo de su sostén diario, la cornetita que suena a carnaval y quejido de animal castigado. En el club de fomento de la esquina han organizado un festival folclórico con la actuación de artistas debutantes. Mientras llega la gente, desde un enorme disco de pasta, Argentino Ledesma con la orquesta "típica'' de Héctor Varela, suelta al aire despreocupado, desde un tocadiscos Winco amplificado a bocinas, su voz de miel: "Qué tarde que has venido, no ves que ya es invierno...''. No imagina el gran Negro, simple cantor de un pueblito de Santiago del Estero, que por este tango su mensaje llegará al mundo.


El peluquero no se cansa de hablar de todo al oído agobiado del cliente que vino a hacerse barba y pelusa y no a escuchar los chismes del vecindario. El carnicero se cree muy canchero y no tiene otro entretenimiento que cargar a las vecinas mientras desliza su enorme daga por el acero que asienta el filo. Suena el silbato del tren eterno que no logro sacarme de la mente más que dolorida por su supresión infame. En las paredes agrietadas pululan afiches de la última película de Joselito o la de aquel épico Ulises del gran Kirk Douglas y sus amores perseguidos por los mares. No sé bien por qué barrio de San Juan recorro en estos momentos una calle que comienza a oscurecer y avanzo entre plátanos incipientes sin sobresalto alguno. Ni se me pasa por la cabeza que alguien pueda atacar a un tipo que camina solo y despreocupado rumbo al hogar.


Los aromas celestiales del arroz con leche servido por las manos transparentes pero siempre vivas de mi madre, me hacen bien, me confirman como ese hombre que vino de un niño que vivió épocas que veo más bellas.