" Manos acariciadas y pintarrajeadas por el verde de hojas que se marchitan al cortar el fruto con urgencia para recibir mayor paga, suben al hombre las gamelas como elevando un sueño....". 


Los filos del poema del Bebe Flores, agraciados por su fresca inspiración, están inscriptos para siempre en el aire campesino: "Vas luciendo tu elegancia de la melga al callejón, cuyana cosechadora, pocitana de mi amor''.


En el hemisferio Sur, el ritual de la cosecha de la vid está reservado para el verano, generalmente desde fines de febrero a mayo. En San Juan se puede llegar a cosechar desde mediados a fines de enero, dado su clima. 


En esa simple gesta de jornadas incendiadas, tempranito, aunque el sol ya les ha ganado de mano, desfilan por las melgas humildes cosechadores con el afán de hacer unos pesitos que quizá estiren algunos meses sus ingresos. Manos acariciadas y pintarrajeadas por el verde de hojas que se marchitan al cortar el fruto con urgencia para recibir mayor paga, suben al hombre las gamelas como elevando un sueño. Los rojos o dorados racimos se despeñan desde el tacho hacia el lagar como río de mieles, y en el revoltijo de aromas y brisas calientes buscan el futuro de un trago que alienta la vida y emborracha tristezas.


Él la mira como al descuido y ella, humilde niña de unos dieciocho, deja escapar una sonrisa tímida que los abraza en la ceremonia de la conquista incipiente. 


El aire ha sido penetrado de la inconfundible fragancia de la uva lanzada a la aventura casi violenta del despedazado para ser, tiempo después, útil al alma. Caldo de los dioses, le suelen decir al espíritu rumoroso que se va acomodando de utopías en la ceremonia del generoso desjugado de las uvas que culmina tiempo después en la bondad del vino, pañuelito de lágrimas, abrazos al corazón, sorpresivo adormecimiento, vida en homenajes. 


Todo es capaz de revertir en llamas del pecho, hogueritas que comienzan en la ilusión de la hilera y las manos agrestes que se trepan de las uvas. Ella lo ha perdido entre el grupo de cosechadores de rostro sombrío. Espera con ilusión la caída de la tarde para que la dignidad de la labor cumplida los reúna sentaditos a la vera de los parrales desgajados pero orgullosos. Allá está. Él también la ha divisado entre los aleteos de dos o tres palomas que se retiran buscando nido.


Entonces, desde el aura de un estremecimiento sublime, la noble cueca del Bebe Flores, se va apagando al atardecer con una caricia al corazón universal, que añora el comienzo de este amor: "¿Te acuerdas la mañanita de julio para la atada?, entre mis manos temblaban tus manitas tan heladas y yo te robaba un beso en la ñata colorada''.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.