Robert Oppenheimer, uno de los padres de la bomba atómica, recordó alguna vez que la Tierra había progresado más en cuarenta años que en cuarenta siglos. Basta esta reflexión para entender el surgimiento de una civilización distinta. El problema estriba en saber hacia dónde lleva ese cambio. En relativamente pocos años las máquinas saltaron de los 700 a mas de 20.000 kilómetros por hora de velocidad. De una bomba convencional de 300 o 500 kilos a otra nuclear de más de cuatro mil. Estos saltos podrían multiplicarse. El hombre del año 2500 será esencialmente urbano, las ciudades albergarán el 80% de las poblaciones, mil grandes ciudades serán el centro de toda clase de vida que espera. No faltan los que predicen la transformación del planeta en una urbe única, total, con un ser humano dispuesto a trabajar como máximo 30 horas semanales. A diferencia de otros días, ya nadie estima posible una guerra nuclear. Los poderosísimos armamentos que se tienen (incluidas las armas químicas) en varios lugares del planeta bastan para desvanecer ese peligro. Ni siquiera la superioridad de diez contra uno en materia atómica puede torcer el vaticinio. Nunca existirá un sistema de defensa capaz de garantizar el uso de armas mortíferas. De hecho recurrir a ellas ni significa la victoria sino la devastación parcial o total, ajena o propia. Quienes se sienten angustiados por una tierra superpoblada hallarán respuestas: los hielos podrán ceder espacio a los cultivos, la desalinización de las aguas marinas, el regadío de los desiertos a la fabricación química de alimentos básicos; todo es posible. Pero si las maravillas (quizá utópicas como las nombradas) resultaran técnicamente posibles, es un enigma saber si los seres humanos serían realmente felices bajo esas formas de existencia. Es cierto que el hombre contará con cerebros electrónicos que lo ayudarán a dominar las condiciones. Pero también es verdad que esas rosas ocultan espinas, que la naturaleza (su fachada salvaje, su equilibrio, su aire puro) habrá sido muerta o casi. El siglo XXI se asoma a los calendarios con los colores de lo fantástico, con invenciones fabulosas que han obligado a las personas a tomar conciencia de que nace otra era. Las perspectivas son claras: la ficción se parece a la ciencia y la ciencia a la ficción. La técnica por sí sola no cambia todo. Necesariamente nada asegura que el mañana ignore las sombras del ayer. El mundo empieza a tener memoria de lo que vendrá y esa tarea le adelanta los recuerdos de su porvenir. Una nueva civilización está naciendo, y aquí mi reflexión: el dilema consiste en conocer si al final del recodo nos espera el cielo o el infierno…