"Esta mañanita quise alzar una mora...enorme que supuse tan dulce como aquellas de los días...''

Intenso purpúreo o copo de nieve, las moras negras y blancas caen como lastimaduras de rocío en las veredas sanjuaninas. Fueron en un pasado de infancia fragante nuestras frutas callejeras y en cierto modo nuestro alimento y por eso tan preciadas. 


Nos agachamos con Hugo a seguir recogiendo en las manos ensangrentadas de dulzor el frutal presente de la naturaleza y el grito de mi madre recomendando no comerlas calientes turba la tardecita del barrio. Mejor las recolectamos en un jarrito de abollado y fresco aluminio y, en los primeros tiempos, las dejamos a la buena de Dios en el frescor de la acequia, donde también la gente dejaba los sifones o botellas de vino, cuando no tenía heladera. Pobreza digna y reluciente de sueños simples y retratos inalterables, todo eso que mansamente pasó en un mundo con menos gritos, menos miedos, menos tristezas.


Esta mañanita quise alzar una mora blanca enorme que supuse tan dulce como aquellas de los días de los cuentos de nuestra madre o nuestra abuela y no me animé a ser niño. No cuadra a un hombre estas actitudes, pensé. Los viejos mosaicos amarillos y desparejos han recibido la lluvia frutal. En aquellos tiempos, que para muchas cosas fueron mejores, algunos las preparaban con un chorrito de vino blanco. Recuerdo el dulzón vino de la antigua bodega El Globo, coqueteando amores junto al verde y robusto sifón de soda Seipel, de Villa del Carril; el trozo de generoso pan que en algunos tiempos difíciles fue amasado con harina que llamábamos negra, trigueño manjar salido de la boca de fuego del horno de barro de mi abuelo. Tengo en la nostalgia el preciso instante ritual cuando él sacaba el preciado tesoro con su pala de lata y lo depositaba en una enorme fuente que tapaba con un repasador. (No hay nada más cordial y sabroso que el pan caliente). 


Días aquellos de la primera zambullida en el canal color león y la sensación extraordinaria de recibir en nuestra piel el abrazo salvaje del agua corriendo a los tumbos en pos de la Bodega Sacchi, el viejo Molino Argentino y por fin la libertad de la calle Victoria, hermoso nombre que luego (nadie sabe por qué) se cambió por Urquiza y de este modo -una vez más en nuestro San Juan- la historia fue depositada en un rincón de ingratitudes, como si nada hubiera ocurrido. Días de "revoluciones'' y golpes de Estado por cuya negra puerta comenzamos a entrar a la trouppe de países mal mirados, a alejarnos cada vez más de la dignidad de gobiernos respetables que nunca más fueron repetidos, al dolor de ya no ser.


Veo clarito a Hugo alzar una mora y escurrirla con sus dientes del palito y treparse al árbol en pos de las que aún no caen, las mejores, las que aguantan airosas como si fuera una metáfora del país que nos enorgullece, nos duele y aguanta -entre porfiado y heroico- los remezones de la historia.