Cuando termina un año se da un doble fenómeno: el de la alegría por comenzar un nuevo ciclo, pero en cierta forma también un poco de nostalgia y pesar de ver que no se terminó todo lo que en un momento inicial estaba dentro de las propuestas a cumplir. Lo que no hay que permitir es que el desánimo o la tristeza impidan agradecer y seguir trabajando.

Al concluir cualquier etapa de la vida, lo primero que ennoblece al ser humano es el dar gracias. Con razón se afirma que la gratitud es la memoria del corazón. Un corazón que recuerda lo vivido, lo primero que debiera hacer es agradecer. Incluso los fracasos experimentados o las metas no logradas son un aliciente a enfrentar la realidad desde otra óptica, no dejarse vencer por el miedo que paraliza, actuar empleando otros medios y dejar espacio para que la esperanza revigorice el presente, permitiendo obtener en el futuro lo que se sueña hoy.

Es que la esperanza es siempre creadora y permite avanzar. Aristóteles afirmaba que "la esperanza es el sueño del hombre despierto\'\'. No está mal soñar, porque eso nos permite vivir. Sin sueños y anhelos, la vida se transforma en un libro de quejas, donde el tedio oprime las mentes y la oscuridad debilita las voluntades. Tampoco se debería cerrar un año sólo con quejas que no dejen observar la luz que encierra el futuro. La queja es siempre un lamento sin proyección, y lo que en verdad da sentido a la vida es el proyectarse para crecer, no el lamentarse para retroceder. Recuperar la esperanza es un deber de vida, de lo contrario, la desesperación comienza a hacer su avance, debilitando las fuerzas. Lo afirmaba el filósofo alemán del siglo XIX, Arthur Schopenhauer, "quien ha perdido la esperanza vive invadido por el miedo\'\'.

Próximos a concluir este año y aprestarnos a iniciar 2012, es importante detenerse a meditar qué queremos lograr en los próximos doce meses y hacia dónde deseamos llegar. Sin la constancia y la lucha diaria para construir las cosas grandes con pequeños detalles, nos quedaremos siempre colocando las primeras piedras, pero difícilmente concluiremos las obras incoadas en el plano de las ideas. La Navidad que pasó nos trajo la oportunidad de insistir en la necesidad de recuperar profundos valores de la humanidad: la dignidad del hombre desde la vida naciente, la realidad insustituible de la familia, y la fe en lo trascendente. Conciernen ellos de tal modo a la naturaleza humana que no habrá palabras en contrario que resulten suficientes para arredrar el ánimo de quienes creen, que por muchos que hayan sido los errores u omisiones, jamás podrá declinarse la esperanza en un futuro más venturoso.