Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos''. Él les dijo entonces: "Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación''. Jesús agregó: "Supongamos que algunos de ustedes tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: "Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle'', y desde adentro él le responde: "No me fastidies; ahora la puerta está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos''. Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario. También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá'' (Lc 11,1-13).


El presente texto se encuentra en el capítulo 11 del evangelio de Lucas, el cual constituye una eximia catequesis sobre la oración. Son tres las ideas claves que extraeremos de esta Buena Nueva de hoy, tejida con palabras de gran significado e intensidad. En primer lugar se nos habla de "intimidad'', la cual encuentra su explicitación en la oración del "Padre nuestro''. La raíz de la cual brota la plegaria está en aquel "Padre'', que no es más que un eco del arameo "Abbà'' (papá), empleado por Jesús. Con esta expresión, caen las distancias, el diálogo con Dios adquiere una sorprendente experiencia, puesto que es el mismo Hijo de Dios quien nos revela esta posibilidad de comunión directa y espontánea. Lo manifestará el apóstol san Pablo cuando afirma: "Ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios "Abbà'', es decir, "Padre'' (Rom 8,15). El reconocimiento de la paternidad divina es la que hace más libre y confiada la vivencia de nuestra filiación. Lo percibimos en el contenido del Salmo 137 que hoy meditaremos en la celebración eucarística: "Te doy gracias, Señor, de todo corazón, porque has oído las palabras de mi boca... Me respondiste cada vez que te invoqué y aumentaste la fuerza de mi alma... Tu amor es eterno, Señor, ¡no abandones la obra de tus manos!" (vv.1.3.8).


El segundo cuadro evangélico es el de la parábola del amigo inoportuno, en la que se destaca el valor de la "constancia''. La oración no es una emoción, ni un encandilamiento, ni siquiera una experiencia unida primariamente a la necesidad. Es en cambio, la respiración continua del alma, que no se detiene ni siquiera en la noche. Lucas ha reforzado este tema con otra parábola que aparece sólo en su evangelio, y es la del juez inicuo y la viuda inoportuna (18,1-8), cuya conclusión es significativa: "Dios ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar?''.


Llegamos al último hilo conductor que se encuentra en la tercera parte del evangelio de hoy, todo ritmado con paralelismos, un modo de expresarse muy habitual en los orientales y fácilmente de reconocer en nuestro caso. El tema es el de la "eficacia'' de la oración: "Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, golpead y se os abrirá''. Una eficacia que no responde a los cánones de nuestros deseos, a los proyectos de nuestra mente, sino a aquellos de Dios, "porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos'' (Is 55,8). 


Lo aseguraba san Juan Crisóstomo: "Nada vale como la oración: hace posible lo imposible y fácil lo que es difícil''. 


Dante Alighieri (1265-1321) escribió la "Divina Comedia'', una de las principales creaciones literarias de la historia de la humanidad, compuesta por cien cánticos, donde se describe el recorrido de Dante por el infierno, el purgatorio y el cielo. En el canto XI del "Purgatorio'', marcado por un vivo sentido de la caducidad y debilidad humana, presenta la oración del "Padre Nuestro'', como plegaria convertida en antídoto para vencer la soberbia, ya que es por excelencia la invocación de la confianza en un "Otro'' que nos trasciende. A la autosuficiencia del soberbio, en esta oración se contrapone el sereno abandono en un Dios que no mira nuestros méritos, tan débiles e insuficientes.