Muy jóvenes éramos. Estábamos con Hugo en la Parrillada El Sportsman, ubicada entonces en la esquina de 25 de Mayo y Av. Rawson y se nos acercaron dos muchachos que se identificaron con nuestro canto. Los invitamos a sentarse; entonces uno de ellos nos dijo que podíamos hacerles un gran favor: su hermana estaba disgustada con su esposo y era posible que se amigaran si les dábamos una serenata, porque eran admiradores de nuestra música.


Fuimos hasta la casa ubicada en la entrada de Desamparados y cumplimos el cometido. La pareja desavenida salió emocionada a recibir la serenata. Desde entonces, hicimos una gran amistad. Ella, Tosca De la Motta, acaba de fallecer; su esposo, el Dr. Ricardo Ferrari, se fue de este mundo bastante antes. Vivimos con ellos y sus hijos noches memorables al conjuro de la música y la amistad. Conocían al dedillo nuestro repertorio e incluso opinaban como si fueran nuestros padres o manager. Eran tiempos más sencillos que los actuales, como si este país estuviera condenado a sufrir sus progresos como duros partos permanentes. Épocas de la música de Raphael, del Auto Cine, de las más de diez peñas dispersadas por arrabales de aquel San Juan; de las emboscadas chayeras a las muchachas del lugar y los mojadores que "piqueteaban'' la Esquina Colorada y lugares tradicionales de todos los barrios; de las canchas de fútbol repletas, de las heroicas como dignas publicidades del Negro Jiménez, de las lágrimas inexplicables de Dipus en cualquier mesa de confiterías con show; de las guitarras de Morales, Martínez, Scalzoto y el famoso "recortado'' Lucero (tierra de ilustres luthiers lugareños con trascendencia nacional); años aquellos cuando en el centro de la Plaza 25 un hombre metía su cabeza en una caja de madera tapada con un paño negro y reproducía espejos eternos; de los cines con trasnoches picantes. 


Fuimos con esa familia algo especial, parientes del corazón. En su casa nos descosimos cantando de todo. En los recitales los vimos llorar. Palpitamos con ellos sus sueños y su quimera de una mina de oro que se decía gigantesca y que jamás dio un filo de amor a tanto amor que se le esperaba. Recuerdo con dolor que no pude ir a ver a Ricardo Ferrari en sus últimos días, cuando cayó víctima de una enfermedad cruel que lo arrancó de nuestro lado, porque no me banqué verlo mal, a él que era la risa fácil y el amor a la vida. Hoy, cada uno con sus cosas y sus sueños, nos solemos ver con sus hijos y nietos por estas calles de un hoy tan diferente a aquellas de dos adolescentes que ayudaron al reencuentro con una simple serenata.

(Dedico esta semblanza a la familia Ferrari-De la Motta.)