No debe asombrarnos el tiempo nuevo argentino nutrido de chabacanos y groseros estilos que hieren sistemáticamente la palabra. Este daño tremendo no tendrá recuperación porque tiñó confusa la palabra en una etapa importante de la vida nacional. La indiferencia y permisividad abarcó todos los estamentos donde el hombre y la mujer desarrollaron alguna actividad, y la palabra, usada como puente para la unión en tiempos de prosperidad y desarrollo, sólo ha servido en el hoy controvertido para la afrenta y la difamación, agravando aún más la relación entre hermanos de una misma comunidad.

Durante los últimos 20 años, la lengua española en la República Argentina ha sufrido el peor atropello de la historia, avasallándose el idioma de un modo descontrolado y excesivo. No hay registros de otro antecedente en el país que grafique el modo ruin utilizado para abusar, deteriorar, degenerar, y lo que es peor, confundir el puente idóneo procurado al hombre para la comunicación y entendimiento con sus pares. Cuando la desproporción adornó la frase ignominiosa, se colmó de ímpetu para generar guerras y enfrentamientos de los que la humanidad no ha podido volver. De su buen uso, en cambio, se han servido los pueblos y gobernantes para prosperar y desarrollarse, para convocarse en unión constructiva.

El habla exquisito y las expresiones poéticas bien cuidadas que otrora bordoneaban en adjetivos esplendentes y abundantes sinónimos, gallardearon el idioma con su aporte rico, generoso y bello. La pulcritud del idioma cuando se colmó de excelencia, se fue recreando en sí misma para fecundar en matices armónicos que no impidió a la belleza nutrirse como estandarte al momento de ser carta de presentación argentina.

Siempre hubo excesos desde un extremo al otro, pero ningún estado revolucionario, de inacción o acción exacerbada atentó esencialmente contra la palabra y siempre hubo un margen para la recuperación idiomática, lingüística, con características propias conforme a nuestro acervo cultual. Sin embargo, en esta debacle, tanto las instituciones como el idioma, carecen de las nutrientes naturales que protegen y contribuyan paulatinamente a su recuperación. Es necesario, por ello, la voluntad expresa, imperativa, aunada en el pensamiento común de todos los argentinos, para proponer y exigir el tránsito equilibrado y en paz, con el firme propósito de recuperar la democracia en ejercicio real y vital para fortalecer la nueva relación nacional, donde un funcionario y el ciudadano, como así también un gobierno y su comunidad puedan relacionarse, funcionar, administrarse y comportarse conforme a valores y principios consensuados de legalidad y moralidad, en el marco cultural que debe definirse para esa pretensión.

Si no nos instalamos en una Argentina diferente, el futuro, no sólo de nuestros hijos, sino el destino propio de cada argentino bien nacido, se perfila demasiado incierto porque la muerte y la desventura acechan a la vuelta de la esquina. En medio de la muerte sin sentido -cruda realidad que azota el entendimiento-, el devenir pierde toda su significación. Si en la grave reflexión no se dinamiza la inteligencia y voluntad del ser argentino, y si a ello incorporamos el vilipendio de la palabra estrellada contra la diafanidad de la vida, crearemos por omisión un ser más confuso aún que ese perturbador insidioso, que está en nosotros y nos fastidia todos los días por su proclividad a vivir más en la embrollada Babel que en la Argentina del entendimiento, de la racionalidad y de la unidad que construye.

Desde la faz individual o desde la perspectiva colectiva, es difícil sostenerse hidalgo en una Argentina que se denigra a sí misma todos los días. La hidalguía es necesaria en cualquier ciudadano del mundo cuando representa a su país, porque tiene relación con el linaje, con su señorío y distinción, y porque hace a su propia cuna. Lo contrario es la vileza, la ruindad, y en esa mezquina propuesta ningún ser humano puede realizarse integralmente como persona humana. No todo está perdido. Del desatino que cunde surge el aliciente de la coincidencia unánime en el país amigo del desconcierto. El yo nuestro de cada argentino se ha manifestado contundentemente en un consenso natural, espontáneo, increíble, ante expresiones públicas del técnico de la selección argentina de fútbol para insultar y ofender a periodistas y a su pueblo a quien dice amar. Es reprochable lo del técnico pero es saludable el repudio generalizado. Esta es una prueba elocuente de que hay cosas que repugnan a todos por igual. Por esta incontinencia verborrágica el mundo entero se ha manifestado. Estamos llegando a un tiempo que no podemos controlar porque pagamos con dignidad lo que tanto hemos construido en tiempos de indignidad. "¿Sirve de algo recordar cuando los jóvenes de la década del 60 del siglo XX pregonaban la formación humana y técnica para un todo argentino…?"