"...el espejismo frutal de los rosales reabre año a año su homenaje de piropos a la vida...".


Hace unos días cumplí el bello rito invernal de quitarles los vestigios de su cansancio. Fueron cayendo al costado de sus cuerpecitos cansados los días cumplidos, los sueños alcanzados en la celebración de sus flores que fueron mermando como caricias que se esfuman. Pero el amor siempre puede volver. El espejismo frutal de los rosales reabre año a año su homenaje de piropos a la vida; entonces enciende tardes de colores y disimula las penas de sus espinas en la fragancia de sus cuerpos de hada. Como nosotros. 


De a poquito, cual candor de una quinceañera, los rosales comienzan a estallar en brotes de vida. Pequeños deditos de ángel saltan al morado de la mañana y poco a poco se van erigiendo en manos, brazos, sueños púrpura que pronto mostrarán el misterio de la primavera en la liturgia de sus flores.


Brotan rosales y los tiritones dolientes de la gente de la calle se reconfortan un poco con los regalos de la belleza. Me vienen al centro del alma, que seguramente habita el centro de mí, aquel rosal ambarino henchido de pichones, de la vieja casa de madera de Urquiza y Las Mercedes, esquina recurrente de mis remembranzas, que no logran matar ni siquiera con el cambio de nombre de ambas arterias. 


Germinan rosales y el fuego de algunos días de agosto en bocanadas del Zonda, se hará menos duro, más amigable. Pasa una jovencita y se lleva dos o tres ramitas de la poda, con la esperanza de que en su casa renazca la quimera del color, y la primavera se instale para siempre en su jardín.


En algún lugar de la tierra, muchos hombres como yo, o quizá sumidos en guerras o tristezas, también auscultan la esperanza de los retoños y eso nos hace compinches de los sueños, cómplices de desmesurada belleza. 


En un alejado pueblito de mi terruño, que tiene sus hombros apoyados en la precordillera, una mujer rústica y bondadosa también cultiva rosales con sus manos castigadas y fecundas, y sus ojos resplandecen con las primeras yemas. 


Desde la luz soledosa y vacilante de un boliche campesino apaleado por el frío, se descuelgan los halagos de una tonada de cien años, derramada en la voz criollaza y gangosa y de un cantor quejumbroso. Y cuando el cogollo (brote central de esa música entrañable) acaricia el pudor de la niña que tímidamente sonríe desde una mesita tembleque, todo el mundo se aferra a un enorme silencio, hasta que el homenaje la nombra y en ella también brotan rosales.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.