Comienza hoy, Miércoles de Ceniza, un tiempo fuerte de la liturgia católica. Iniciamos así un largo retiro espiritual personal y comunitario de cuarenta días. Jesús, que es el nuevo Moisés, nos invita a ir con él al desierto de la austeridad y la penitencia, para que en este largo período, como afirma el profeta Oseas, "Dios nos hable al corazón” (Os 2,14). En este día se cumple un gesto simbólico pero rico de significación: la imposición de las cenizas sobre nuestra cabeza. ¿Cuál es su significado más hondo? Ciertamente, nos ayuda a comprender la actualidad de la advertencia del profeta Joel, que recoge la primera lectura; una monición que conserva también para nosotros su validez saludable: a los gestos exteriores debe corresponder siempre la sinceridad del alma y la coherencia de las obras. En efecto, ¿de qué sirve, se pregunta el autor inspirado, rasgarse las vestiduras, si el corazón sigue lejos del Señor, es decir, del bien y de la justicia? Lo que cuenta, en realidad, es volver a Dios, con un corazón sinceramente arrepentido, para obtener su misericordia (cf. Jl 2, 12-18). Un corazón nuevo y un espíritu nuevo es lo que pedimos en el Salmo penitencial por excelencia, el "Miserere” (Salmo 50), que hoy cantamos con el estribillo "Misericordia, Señor: hemos pecado”. El verdadero creyente, consciente de que es pecador, aspira con todo su ser, al perdón divino, como a una nueva creación, capaz de devolverle la esperanza y la plenitud del gozo (cf. Sal 50, 3. 5. 12. 14).
Otro aspecto de la espiritualidad cuaresmal es el que podríamos llamar "agonístico”, y se refleja en la Oración colecta de la Misa de hoy, donde se habla de "armas” de la penitencia y de "combate” contra las fuerzas del mal. Cada día, pero especialmente en Cuaresma, el cristiano debe librar un combate, como el que Cristo entabló en el desierto de Judá, donde durante cuarenta días fue tentado por el diablo, y luego en Getsemaní, cuando rechazó la última tentación, aceptando hasta el fondo la voluntad del Padre. Se trata de un combate espiritual, que se libra contra el pecado y, en último término, contra Satanás. Es un combate que implica a toda la persona y exige una atenta y constante vigilancia. Por consiguiente, la Cuaresma nos recuerda que la vida cristiana es un combate sin pausa, en el que se deben usar las "armas” de la oración, el ayuno y la limosna. Ciertamente, el ayuno al que la Iglesia nos invita en este tiempo fuerte no brota de motivaciones de orden físico o estético, sino de la necesidad de purificación interior que tiene el hombre, para desintoxicarse de la contaminación del mal; para formarse en las saludables renuncias que libran al creyente de la esclavitud de su propio yo; y para estar más atento y disponible a la escucha de Dios que se traduce en el servicio a los otros. Por su parte, la oración alimenta la esperanza, porque nada expresa mejor la realidad de Dios en nuestra vida que orar con fe. Incluso en la soledad de la prueba más dura, nada ni nadie pueden impedir que nos dirijamos al Padre "en lo secreto” de nuestro corazón, donde sólo él "ve”, como dice Jesús en el Evangelio (cf. Mt 6, 4. 6. 18). Vienen a la mente dos momentos de la existencia terrena de Jesús, que se sitúan uno al inicio y otro casi al final de su vida pública: los cuarenta días en el desierto, sobre los cuales está calcado el tiempo cuaresmal, y la agonía en Getsemaní. Ambos son esencialmente momentos de oración. Oración en diálogo con el Padre, a solas, de "tú a tú”, en el desierto; oración llena de "angustia mortal” en el Huerto de los Olivos. Pero en ambas circunstancias, orando, Cristo desenmascara los engaños del tentador y lo derrota. Así, la oración se muestra como la primera y principal "arma” para "’afrontar victoriosamente el combate contra las fuerzas del mal”, recuperando la esperanza. Hay una tercera práctica cuaresmal: la limosna. Éste es un término que deriva de "misericordia”. No se puede "dar” algo como gesto de caridad si no va acompañada por la donación de uno mismo, impregnada de un amor hecho tierna misericordia, que se inclina frente al indigente para levantarlo e incorporarlo en el camino de la vida plena. No se trata de hacer muchas obras de caridad, sino poner mucha caridad en las obras. Lo expresa con claridad Benedicto XVI en su Mensaje cuaresmal para este Año de la Fe: "La fe precede a la caridad, pero se revela genuina sólo si culmina en ella”(n.4). Los teólogos medievales definían al pecado como el "darle la espalda a Dios”, y la conversión "darle la cara a Él”. Que en estos días cuaresmales procuremos volver por "otro camino” que nos lleve a mirar y contemplar a Dios de frente, dándole la espalda a esos ídolos que hemos colocado en el altar de la vida, pero que no nos dan vida.
