La historia es real, tan real como los claroscuros impiadosos o sublimes de la vida. Si se hubiera hecho una película con este caso, se hubiera puesto en tela de juicio la verosimilitud de esta historia.

Apenas recibió el llamado, el digno médico de campaña corrió esa noche hasta la humilde casita de un pueblo cercano. Mientras atendía al enfermo, escuchó en las inmediaciones unos gritos, como chillidos extraños. Preguntó qué era eso, y le dijeron que se trataba de Cipriano. Aclararon que era un muchacho con retardo mental. Cuando pidió verlo, se encontró con un cuadro espantoso: en una especie de gallinero, atado y tirado entre la mugre, arrinconado por un leve suspiro de la luna menguante, un joven lloraba y aullaba al modo de un animal. A esa condición habían relegado a un hijo la ignorancia y aquella vergüenza que hace años caía sobre las familias cuando les tocaba esta desgracia que no sabía mostrar ante la sociedad.

El médico lo llevó hasta el hospital, con anuencia de sus padres, y le destinó una habitación que sustituyó a su jaula, una cama que suplantó a la mugre, un abrazo que cambió la soledad por amor. Estaba tullido, por el tiempo que lo relegaron a una posición infrahumana. Se había criado en el silencio y el desamparo. Muy poco se pudo hacer por recuperar la normalidad de su cuerpo. Tantos años tirado lo convirtieron en un ave herida que arrastraba una de sus ala y no podía levantar su frente humillada. Cual aguilucho de cera que lentamente parecía derretirse, había inclinado su dignidad hacia el suelo, y su paso herido lo semejaba a una anciana final que luchaba por vivir.

Cuando uno de sus hijos tenía tres años, el médico comenzó a llevarlo consigo al hospital de campaña, y allí lo dejaba al cuidado de Cipriano. Era imposible acercarse al niño. Era su tesoro, quizá su única flor. Y porque la condición humana (en el fondo, en la índole) no se puede quebrar con el tormento ni la cárcel, Cipriano había recuperado su fundamento al amparo del amor; por eso había comprendido el mensaje humanitario y se hacía valer en dignidad y honor como uno de nosotros. Nunca recuperó la palabra. Los sonidos que desde su pecho se le caían cual mensaje de mirlo salvaje, alcanzaban para saber que este muchacho ya no era un despojo, tenía un sitio donde ser alguien.

Un gesto puede convertirnos en bárbaros. Una conducta puede justificarnos como humanos. Cipriano salió de la esclavitud. Se vino en cielo desde las sombras. Quizá, los primeros días extrañó el grito silvestre de los animales amigos y la intrínseca oscuridad a la que estaba encadenado. Pero su restitución al sitio de las miradas dulces, las caricias y el amparo, lo lanzaron definitivamente a la luz de un nuevo parto, el del amor.