El principio de igualdad es uno de los más relevantes y polifacéticos del universo de normas, principios y valores que residen en la Constitución Nacional (CN), sobre todo a partir de su reforma de 1994. De hecho, junto a la libertad, corporizan dos de los postulados esenciales de la democracia. Igualdad no es lo mismo que igualitarismo, pues como enseña Bidart Campos existen diferencias justas que deben tomarse en cuenta, "para no incurrir en el trato igual de los desiguales''.


La contracara de la igualdad es un disvalor: la discriminación. Ésta supone un trato diferente y perjudicial que por acción u omisión se propina a una persona o grupo por razones de raza, sexo, nacionalidad, apariencia física, idioma, religión, ideas políticas, origen social, posición económica, etc. Pero la discriminación, ¿es siempre reprochable? En principio es condenable y a veces abominable, aunque como el Derecho no es una ciencia exacta, ofrece espacios remanentes para que germine alguna modalidad de discriminación constructiva. Es el caso de la "discriminación inversa o positiva'', que consiste en reparar las prácticas discriminatorias contra grupos o sectores históricamente marginados, a través de lo que en EEUU se denomina "affirmative actions'' (acciones positivas).


En Argentina, la reforma de 1994 ha generado un nuevo paradigma de igualdad, que implica complementar la "igualdad formal'' (simbolizada por el art. 16: todos los habitantes son iguales ante la ley), con la "igualdad material o sustancial''. Para garantizar una base igualitaria, al Estado no le basta con abstenerse de dictar normas discriminatorias; sino que debe actuar efectivamente articulando políticas públicas y otras acciones tangibles para beneficiar, v. gr., a grupos o personas tradicionalmente desaventajados, algunos de los cuales por mandato constitucional (art. 75, inc. 23) gozan de un plus de protección: niños, mujeres, ancianos y personas con discapacidad, entre otros.


La interpretación de la CN impone una mirada "estructural'' de la igualdad, que permite entender como relevante la situación de la persona considerada individualmente, pero como parte de un grupo consuetudinariamente excluido. La igualdad no se reduce ni agota en la no discriminación, sino que es también una fuente jurídica y axiológica que debe nutrir los intentos de optimización de colectivos sociales postergados que hoy sólo cuentan con una "ciudadanía incompleta''. 


Las posibles violaciones al principio de igualdad se reinventan. Por ejemplo, reglas que son irrazonables por contener una "discriminación encubierta'', al ser la resultante de un comprobado "efecto sistémico de desigualdad''. Regularmente el control de constitucionalidad por los jueces sólo podía darse "por la norma misma''; hoy es también posible fiscalizar el modo en que esa norma "es implementada'' o los "resultados que produce''. Si una disposición es "en apariencia'' neutral, pero en la práctica provoca un efecto general de desigualdad, pierde su presunción de constitucionalidad y será el Estado quien deba justificar que los efectos desproporcionados que desencadena son necesarios. Tanto la Suprema Corte de EEUU como la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Suprema argentina manejan el concepto de "categorías sospechosas'' de discriminación, que exigen de los jueces un "escrutinio más estricto''.


El reto reside en convertir la letra de las normas internacionales, constitucionales y legales en acciones concretas para proteger derechos que reclaman efectivización y no retórica vacía. La lucha por lograr un escenario sustentablemente igualitario (isonómico) no puede detenerse, ya que la igualdad real de oportunidades, posibilidades y trato sin discriminación alguna está íntimamente consustanciada con la dignidad de las personas, y su salvaguardia debe ser una de las metas cardinales de cualquier gestión gubernamental preocupada por la justicia social.

Víctor Bazán 
Doctor en Derecho. Profesor Derecho Constitucional (UCCuyo) y de Posgrado (UBA).