En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor: "’Auméntanos la fe”. El Señor contestó: "’Si tuvieran fe como un grano de mostaza, dirían a esa morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y les obedecería. Supongan que un servidor de ustedes trabajara como labrador o pastor, cuando vuelve del campo, ¿quién de ustedes les dice: Ven y ubícate en la mesa. No le dirán: ¿Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú? ¿Tienen que estar agradecidos al servidor porque ha hecho lo mandado? Lo mismo ustedes: cuando hayan hecho todo lo mandado, digan: "’Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,5-10). En este domingo quisiéramos reflexionar sobre la importancia de no perder la capacidad de asombro, que es una de las consecuencias de la fe. Entre nosotros hoy, el asombro se valora muy poco y hasta ironizamos de todo aquel que se admira con mucha frecuencia, como si la admiración fuera realmente hija de la ignorancia, cosa que puede ser verdad cuando es demasiada, y sin darnos cuenta de que, en todo caso, es también madre de la ciencia. "’Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a aprender”, decía Ortega y Gasset.

Habría que comenzar por distinguir de qué se asombra una persona y, sobre todo, por qué se asombra. Porque hay muchas personas que cuando contemplan una cosa, necesitan saber primero su precio, para luego, asombrarse o no. Lo mismo que muchos visitantes de museos que no saben si un cuadro les gusta o no hasta que no han visto, a su pie, el nombre del autor. Realmente quienes se admiran ante lo que cuesta mucho o ante los nombres excéntricos, no son admiradores, son simplemente muy superficiales.

El verdadero admirador tiene que empezar por ser, al menos, un poco generoso. Son alarmantes esas personas para las que todo está mal en el mundo, y que encuentran defectos hasta en los mayores genios, y que cuando se les pregunta la lista de sus autores favoritos, les sobran dedos de la mano para nombrarlos.

Lo bueno del asombro es que no acaba nunca. Lo que sorprende, no sorprende una sola vez. Pero el asombro crece en todo lo bueno. Cuánto más se estudia y analiza una cosa hermosa, más asombra, como cuando sacamos agua de un pozo tanto más fresca sale, cuanto más profundo llega el recipiente. Además, admirar a la gente es una de las mejores maneras de no tener envidia. Hay tantas cosas para aprender de todos aquellos a quienes debemos admirar, que no hay tiempo para perder, envidiándoles.

No habría que olvidar que nuestros problemas no nos deben hacer perder el sentido de admiración, para poder seguir siendo felices. Hay que saber que nuestros problemas no son el centro del mundo y que, si queremos resolverlos, tendremos que empezar por situarlos en medio de los problemas de los demás humanos, y hasta empezar por entregarse a resolver los de los demás, si quiere que empiecen a clarificarse los propios.

La respuesta que debemos dar a los angustiados es siempre la misma: no te vuelvas neuróticamente sobre tus propios problemas; sal a la calle, mira a los demás, empieza a luchar por ellos; cuando le hayas amado lo suficiente se habrá estirado tu corazón y estarás curado. Porque de cada cien de nuestras enfermedades, noventa son de parálisis y de pequeñez espiritual. Lo decía muy bien un santo oriental, San Serapión: "’El problema de a qué dedicamos nuestra vida es un problema artificial. El problema real es la dimensión del corazón. Consigue la paz interior y una multitud de hombres encontrarán tu salvación junto a ti”.

Esto me hace recordar a aquel zapatero que una mañana en la oración, oyó una voz que le anunciaba que aquel día Cristo vendría a visitarle. El zapatero se llenó de alegría y se dispuso a hacer, lo más rápido que podía, su trabajo del día para que cuando Cristo viniera, pudiera dedicarse enteramente a atenderle. Y apenas abrió su lugar de trabajo, llegó una mujer que no paraba de hablarle y contarle sus penas, hasta que casi no le dejaba trabajar. Cuando ella se fue, vino una madre con su pequeño enfermo para que urgentemente le arreglara el calzado. Y el zapatero trataba de concluir con suma rapidez su tarea. Así cayó la noche sin que el zapatero hubiera tenido un minuto de descanso. Pero, aún así, se preparó para recibir la venida de Cristo. Pasaban las horas y Cristo no venía. Y dudaba si acostarse o no. Hasta que escuchó una voz que le decía: "’¿Por qué me estás esperando? ¿No te has dado cuenta de que he estado contigo dos veces a lo largo del día?”.