El Resucitado le dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano. Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe". Tomás respondió: "¡Señor mío y Dios mío!". Jesús le dijo: "¡Felices los que creen sin haber visto!" (cf. Jn 20,19-31).
Desde el 2000, el II Domingo de Pascua es llamado también "Domingo de la Misericordia divina". Así lo estableció la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, a través de un decreto publicado el 23 de mayo de 2000, por indicación del Siervo de Dios, Juan Pablo II. Fue la religiosa polaca, santa Faustina Kowalska (1905-1938), la testigo y mensajera del amor misericordioso de Dios. De su "Diario" quisiéramos extraer dos textos. El primero de ellos, cuando Jesús le dice: "La humanidad no encontrará paz hasta que se dirija con confianza a la misericordia divina". El segundo, cuando el mismo Señor le comunica: "las gracias de mi misericordia se toman con un solo recipiente, y éste es la confianza". Es decir, que el mundo no encontrará la paz sin la práctica de la misericordia, y ésta equivale a tener confianza plena en Dios para después transmitirla a todos los que encontremos en el peregrinar de la vida. En griego bíblico hay varias palabras que significan "misericordia", y expresan lo que Jesús quiere decir, y lo que él mismo practicó en su ministerio público.
Está en primer lugar, el verbo "splanchnizomai": "conmovérsele a uno las entrañas". Éstas son el lugar de los sentimientos vulnerables. Soy misericordioso cuando no me cierro al otro, sino que lo dejo entrar donde se hallan mis sentimientos vulnerables. Empatizo con él, porque en sus heridas siento las mías. Es como el caso de aquel joven enfermo de HIV que la Madre Teresa de Calcuta lo recibió en la Casa por ella fundada en la ciudad de Nueva York. Iba a morir muy pronto, y quería abrazar a su padre con quien estaba enojado y no se hablaba desde hacía dieciocho años. La Madre Teresa le comunicó al padre el deseo de su hijo moribundo. Cuando el hombre llegó e ingresó en la habitación del muchacho, éste le dijo: "Amame cuando menos lo merezca, porque es cuando más lo necesito".
El aspecto de la compasión resuena sobre todo en la palabra "oiktirmon". La persona misericordiosa siente compasión hacia los pobres y los heridos por la vida. Es solidaria con ellos y se identifica con sus sentimientos. Pero no se queda en éstos, sino que está dispuesta a ayudar de modo activo. El tercer término griego es "eleos", y significa ante todo "bondad". La persona misericordiosa no daña a los demás. Perdona a los otros, y riega el corazón de los obstinados, de los rencorosos y de los resentidos, con la bondad que transforma. En una conferencia que brindó en la Universidad Católica Argentina el laico canadiense Jean Vanier, fundador del movimiento "El Arca", dijo una frase que me pareció extraordinaria: "En el mundo se dice: ‘si cambias te amaré’, pero nosotros debemos aprender a decir: ‘si te amo cambiarás’". No es que debamos amar cuando los otros cambien, sino que nuestro amor los ayudará a cambiar.
En el evangelio de hoy contemplamos a un Tomás que no le va a bastar con la presencia de Jesús y su saludo de paz. Tomás pide más, exige "tocar", introducir sus manos y sus dedos en la persona del Resucitado. Luego pronuncia el acto de fe en Jesús más completo de los evangelios: "Señor mío y Dios mío", y Jesús añade una nueva bienaventuranza, no incluida en las del Sermón de la Montaña: "Dichosos los que crean sin haber visto". Recuerdo haber asistido hace unos años atrás, a la presentación de la obra teatral "El visitante", del escritor y dramaturgo francés, Eric Emmanuel Schmitt. En ella se trata del padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, que el mismo día en que su hija Ana es llevada a la cárcel de la Gestapo en Viena, en una noche llena de angustia e incertidumbre, es sorprendido por un misterioso visitante que, finalmente, se quita la máscara y le anuncia que es el mismo Dios. El diálogo es, en algunos momentos, impresionante: sobre el sentido de la vida, del hombre, del mal y cómo Dios lo permite; esos interrogantes que todo ser humano lleva dentro y no puede acallar. Freud se niega a aceptar a Dios, en el que, según su visión, un hombre de ciencia no puede creer. "El creyente avanza pensando que hay una puerta al final del túnel. El ateo sabe que no hay puerta, que no hay otro final en el túnel que su propio final". Freud no se convierte. Pero cuando "el visitante" se despide, quedan resonando sus palabras finales: "Hasta esta noche creías que la vida era absurda. De ahora en adelante sabrás que es misteriosa". Desde la Pascua, y siguiendo el ejemplo de Tomás, descubrimos que sin fe la vida es un absurdo, pero con la fe tiene el sentido innegable del misterio.
