"...cuando el sol nos dejaba, esas vehementes tardes de estío, y la pelota comenzaba a jugar a las escondidas en los andurriales de las sombras, la canchita no se resignaba...''

Como un arrebato del corazón, el "Negro'' Cano tira la pelota por su costado izquierdo hacia el campo contrario; corre como loco detrás de ella; la alcanza y vuelve a retornarla hacia su campo de juego. Los que no lo conocíamos pensamos que nos hacía una broma; pero no, jugaba solo, era su forma de divertirse con la redonda de cuero con tientos que él prestaba desde su digna pobreza y que a veces dejaba en nuestra casa para que nos diéramos el gusto de tenerla una noche y fregarle grasa de cerdo para mantenerla.

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Cuando el sol nos dejaba, esas vehementes tardes de estío, y la pelota comenzaba a jugar a las escondidas en los andurriales de las sombras, la canchita no se resignaba, el partido seguía hasta que mi madre pegaba el grito desde enfrente. Entonces el "Negro'' embolsaba su pelota y cada uno para su casa.


En esa canchita más de una vez me trencé con algún chico, generalmente por instigación de los más grandes, que con esto se divertían. Pero la canchita (entonces también la calle) tenía sus reglas de oro que desgraciadamente se han perdido: un mayor jamás peleaba con un menor; jamás un morrudo con el esmirriado o más débil; ni pensar del ataque masivo a una sola persona, repugnante realidad actual, ni pegarle a alguien en el piso.

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A esta canchita llegaban pibes de barrios vecinos con desafíos en los que se jugaba el honor barrial. De allí salieron varios que jugaron en primera y algunos en el fútbol profesional. Cada bastión barrial tiene la dignidad de haber engendrado su ídolo. Muchos chicos emigraron desde la canchita hacia el nunca. Quedan flotando en la niebla de nuestra remembranza infantil sus figuras difusas, sus voces transparentes y algún gesto por el cual fueron ellos mismos y no otros.


Una tardecita de primavera, cuando arrancábamos el partido, la redonda temblaba nerviosa bajo los pies del centro delantero y nos mirábamos con el rojo desafío de otra aventura, desde un costado un chico nos paró en seco: en su preciada Siambretta, había muerto el Lalo, atropellado por un auto, llegando a su casa, a dos cuadras de aquí. La noticia se asentó en el aire espeso; enturbió de pronto la mirada inquieta de los gorriones; se posó en el cielo de la enorme magnolia del fondo de la cancha y buscó plegarias entre sus brazos fragantes. La de cuero y tientos se paralizó. Esa extraña tarde que nos depositaba en las manos un inevitable costado de la vida, se puso a deshojar nerviosa la flor silvestre de la muerte.

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