"... Cuando llegaba a casa, lo primero que hacía era preguntar por él,... entonces venía trotando su amor hacia mi encuentro y yo lo alzaba, que es lo que quería".

Era un mayo inclemente, ostentación del hielo en San Juan y esa noche había llovido bastante. Cuando salía para Tribunales, veo que en el empapado jardín del frente algo muy pequeño se mueve, se retuerce y rueda unos centímetros. Creo que es un pajarito que doblegó la lluvia; pero cuando me acerco compruebo que es un gatito. Dada mi debilidad por estos adorables animalitos, llamo a mi esposa y le pido que por favor lo levante, yo no me animo porque se lo ve muy maltrecho. De inmediato lo envolvemos en una mantita y lo llevamos al veterinario, quien nos dice que está bastante herido, con la cadera quebrada y le falta la cola; que seguramente lo agarró un perro, que poco se le puede hacer porque es muy chiquito y que la caderita suele soldar sola. Sigo al trabajo, pensando que a la vuelta lo encontraré muerto. Cuando llego a casa, con temor pregunto por el animalito y mi familia me cuenta que lo pusieron al lado del horno de la cocina y al rato salió de allí y comenzó a pasear por toda la casa, con su ostentosa renguera producto de su problema en la cadera. Desde entonces fue "mi" gato (porque teníamos otros), mi pequeño hijo, mi amigo, mi debilidad, mi compañerito casi permanente; quien tiene mascotas sabe que por ellas se experimentan estos sentimientos. El tema cadera le quedó casi imperceptible, pero fue un gatito sin cola.


El tiempo hizo lo suyo, como con los humanos. A los trece años tuvo un serio problema renal y desde entonces no se recuperó. Fue un año de zozobras compartidas, hasta que se fue. Era el último gatito que nos quedaba, porque la triste partida de cada uno de los que teníamos nos condicionó a no tener más. Confieso que jamás había sentido en el corazón un dolor tan extraño. Voy a decir algo que puede no ser compartido o sorprender, pero uno experimenta por las mascotas algo más que amor: algo así como protección especial por ellas, porque se da cuenta de que, una vez que entran a nuestro hogar, se entregan de pies y manos a quienes los cobijan, volviéndose muy dependientes de nosotros y demostrando permanentemente su cariño, fidelidad y agradecimiento; en muchas cosas, más coherentes que los humanos, más simples y el amor para ellos es sólo eso, sin pasiones, vaivenes ni miedos. 


Hace poco tiempo que no lo tengo y estoy seguro que jamás tendré otro, aunque esto me cause dolor y lo extrañe todos los días. No deseo pasar por nuevo tamaño sufrimiento. Cuando llegaba a casa, lo primero que hacía era preguntar por él, ir a buscarlo al fondo o llamarlo; entonces venía trotando su amor hacia mi encuentro y yo lo alzaba, que es lo que quería. Esto aún me aletea en el alma, por fuerza de los almíbares del pasado; es como la lluvia de Borges (bella, emocionante) pero que siempre es pasado; y por eso las palabras se me resbalan desde el pecho hasta el silencio. Es hora de ir poniendo las cosas bellas en su lugar. De a poquito, por supuesto.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.